(1764-1794)
por María Josefa Bartulí
Este artículo es un extracto del libro "Madame Elisabeth, Soeur de Luis XVI", escrito por Monique de Huertas, de la colección Biografías históricas dirigida por el escritor André Castelot, publicado en Francia en enero de 1986. Conforta ver en esta vida santa un testimonio ejemplar de la gran aristocracia francesa en aquella persecución tan cruel de la Revolución Francesa.
Nació en el Palacio de Versalles el 3 de mayo de 1764, la menor de los cinco hijos del Delfín Luis y la Delfina María Josefa de Sajonia. Era todavía una niña cuando murieron sus padres y quedó al cuidado de su abuelo el Rey Luis XV, pero quien en realidad cuidó de ella y de su educación fue su hermano Luis, el futuro Rey Luis XVI.
Bautizada con los nombres de Elisabeth-Marie-Heléne, fue su padrino el Infante Felipe de España, pero representado por el hermano mayor de Elisabeth, el entonces Delfín Luis. Ella consideró siempre a Luis su padrino efectivo. De carácter recto y digno, éste cumplió con gran perfección su cometido de padre, y Babet, como la llamaba, le correspondió con un amor y una lealtad sin límites y para siempre.
Cuando Luis XVI y María Antonieta ascendieron al trono de Francia, Madame Elisabeth ocupó en la Corte el alto lugar que le correspondía como Princesa y hermana del Rey. Brilló en ella por sus cualidades intelectuales, su belleza física y su porte majestuoso. Pero muchísimo más brilló por sus virtudes cristianas y por su profunda piedad. Pasó por las luces esplendorosas de la Corte sin mancharse jamás con sus sombras.
Era una mujer extraordinariamente inteligente y culta. Hablaba y escribía varios idiomas a la perfección, entre ellos el latín. Poseía la biblioteca privada más importante de Francia. Tocaba el arpa y el clavicímbalo con gran maestría, tejía y bordaba maravillosamente, era una excelente pintora, montaba a caballo como una campeona. Tenía un carácter enérgico, pero matizado con una gran dulzura, una bondad y una alegría inextinguibles. Hacía el bien a manos llenas, como una nueva Isabel de Hungría, y era muy amada por sus hermanos y por toda la familia real, por sus amigos, por sus damas de honor, los servidores de su casa y, más importante aún, por el pueblo, en especial por los pobres y por los niños, por los que se desvivía. Ejerció la caridad con todos, de manera profundamente evangélica y ejemplar.
Elisabeth rezaba cada día el Oficio Divino y permanecía durante horas en oración ante el Santísimo Sacramento. Debajo de sus deslumbrantes galas cortesanas llevaba un áspero cilicio... Fundó un Grupo de Oración, y mandó colocar en el relicario que contiene el Velo de la Virgen Santísima, en Notre Dame de Chartes, el nombre de todos sus componentes. Tenía una intensa vida interior, reflejada en una abundante correspondencia que fue casi toda destruida por los revolucionarios. De este modo se perdió, para la posteridad, un tesoro espiritual valiosísimo.
NO DEJÓ EL CIELO POR LA TIERRA
Cuando comenzó la Revolución, hubiese podido salir de Francia sin ningún contratiempo. Tan querida como había sido por el pueblo, nadie lo hubiera impedido. Pero no quiso. Ni lo intentó siquiera. Permaneció intrépida y valiente al lado de su hermano el Rey, su cuñada la Reina y sus sobrinos el Delfín Luis y Madame Royale, a los que amaba profundamente. Estuvo junto a ellos durante todo el largo e intenso calvario que tuvieron que soportar, que empezó con el asalto de las turbas al palacio de Versalles. Después, la pesadilla del viaje desde este palacio al de las Tullerías, en París –en medio de la plebe enfurecida ¡recororiendo en seis largas y horribles horas un trayecto de pocos kilómetros!–, los meses vividos en estrecha vigilancia en las Tullerías, la fracasada huida a Varennes, el cautiverio en la Torre del Temple, la estancia en La Conciergerie... Y al final de este terrible via crucis, el patíbulo.
Durante estos años adversos, el amor y fuerza espiritual de Madame Elisabeth fueron luz y consuelo para su querida familia que de los días dorados de Versalles había pasado a los días tenebrosos de la cautividad y de un martirio moral inenarrable, hasta el martirio cruento de la guillotina. Se podrían escribir páginas y más páginas recogiendo muestras de la abnegada dedicación de Madame Elisabeth hacia su hermano, su cuñada y sus sobrinos durante todo el tiempo que tuvieron que padecer un odio intenso y una crueldad sin límites, por parte de los cabecillas revolucionarios, del pueblo enloquecido y de los carceleros.
Vivió con inmenso dolor pero con serena paz, fruto de su profunda fe y amor a Jesucristo, los tres momentos durísimos que relata la Historia: La despedida del Rey pocas horas antes de subir al cadalso. La separación de su sobrino, el Delfín, que hubiese sido Luis XVII, al que pusieron bajo la custodia de un zapatero, Simón, fanático revolucionario que le hizo objeto de malos tratos de los que el niño moriría. Y la despedida de su cuñada, la Reina María Antonieta, al ser llevada a La Conciergerie, de donde saldría para ir al cadalso, como antes el Rey.
"EN EL GOZO DE DIOS ESTÁ LA FUERZA"
Marchó de la prisión del Temple, la soberana, con el consuelo de dejar a su hija Madame Royale al cuidado de esta cuñada suya única y excepcional. Pero el implacable odio de la Revolución hizo que, poco más de medio año después, Madame Elisabeth fuese conducida también a La Conciergerie, donde fue juzgada y condenada a muerte.
Las horas que transcurrieron antes de ser llevada a la guillotina las pasó rezando y consolando con palabras llenas de fe, esperanza y dulzura a sus compañeros de martirio. Veinticinco fueron aquel día, todos antiguos nobles y cortesanos de Versalles, y cada cual procuraba disimular el terror que le dominaba. Terminaron incluso sintiéndose orgullosos de acompañar al suplicio a tan excelsa condenada...
Una carreta les llevó a la Plaza de la Revolución, hoy de la Concordia, el 10 de mayo de 1794. Madame Elisabeth tenía 30 años recién cumplidos. Bajó de la carreta con ligereza y dijo: "Pronto estaremos en el cielo". Fouquier-Tinville, el siniestro acusador público del Tribunal revolucionario, había ordenado al verdugo que, como posterior refinada tortura, la hicieran morir la última, pero ella, tranquila y serena, fue despidiendo uno a uno a los demás condenados con palabras de ánimo y el beso de la paz. Cada uno le hacía una profunda reverencia... Escuchaba los sucesivos chasquidos de la cuchilla al ir bajando... mientras rezaba el De profundis en voz alta, para que pudieran seguir la oración los demás condenados. Su mirada traslucía su amor por Cristo, a quien iba a ver dentro de poco... El último chasquido de la cuchilla fue para ella... Todos los testigos afirman que, en aquel momento, se esparció por toda la plaza un intenso perfume de rosas...
El obispo de Orleans, mons. Dupanloup la ensalzó con estas palabras: "Dios quiera que las virtudes de esta Princesa, de esta Madame Elisabeth tan santa, tan pura, tan fiel, tan heroica, tan profundamente piadosa, sean reconocidas por la Iglesia llevándola a los Altares, y podamos invocarla como SANTA ELISABETH DE FRANCIA
Las religiosas Carmelitas Descalzas de Meaux, Francia, recogen datos y testimonios. Se sabe que se han obtenido, y se están obteniendo innumerables gracias por su intercesión, sobre todo por parte de enfermos incurables, principalmente de cáncer.
En uno de los pocos escritos salvados de la destrucción revolucionaria, (de los muchísimos que escribió), Madame Elisabeth decía: "La alegría es una de las fuerzas más irresistibles que hay en el mundo: aplaca, desarma y conquista. ¡El alma gozosa es apóstol! ¡Lleva a Dios! Por eso el Espíritu Santo nos da este consejo: `¡No os aflijáis nunca, porque en el gozo en Dios está la fuerza!`. Bienaventurados los que, teniendo siempre el alma a flor de piel, no ven más que a Dios y la eternidad, y su único objetivo es transformar los males de este mundo para Su mayor gloria...".
Madame Elisabeth, Princesa de Francia, hizo suyas las palabras del Evangelio de San Juan: "Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por los que ama" (Jn 15,13).