Puesto que san Mateo afirma explícitamente (Mt 1,22) que
en la concepción de Jesús se ha cumplido la profecía
de Is 7,14, y san Lucas construye sobre el mismo texto profético
el anuncio del ángel a María (Lc 1,31), es evidente la importancia
de tal pasaje veterotestamentario como fundamento bíblico de la
virginidad de María. El texto original hebreo de Is 7,14 muestra
al profeta contemplando un hecho futuro como algo que está realizándose
ante sus ojos: “He aquí que la virgen está concibiendo y
dando a luz un hijo”. Y estas palabras han sido siempre entendidas por
la tradición cristiana en sentido compuesto, es decir, expresando
una simultaneidad del hecho de ser virgen con la acción de concebir
y con la acción de dar a luz. María, la Madre del Mesías,
había de ser virgen en la concepción y virgen en el parto.
Cabe añadir aquí el texto evangélico de Lc 2,7,
que describe a María en actividad inmediatamente después
del parto: “Y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió
en pañales y le recostó en un pesebre”, texto que comenta
el P. Juan de Maldonado, S.I. (s. XVI) con estas palabras: “Si hubiera
dado a luz con menoscabo físico de su cuerpo, ¿cómo
hubiera podido tomar por sí misma al recién nacido y fajarlo
por sus propias manos?”
Por lo que se refiere a la virginidad después del parto, ha
de ser notado el propósito para el futuro que manifiestan las palabras
de María al ángel.: “¿Cómo será eso,
pues no conozco varón?” (Lc 1,34). Propósito de virginidad
que indudablemente fue formado por María bajo el influjo de la gracia
divina, y cuya modificación después del parto virginal es
impensable, ya que María “habría sido ingratísima
si no se hubiera contentado con un Hijo tal como Jesús y hubiera
querido perder por su propia voluntad, por un comercio carnal, la virginidad
que un milagro le había conservado” (santo Tomás, Ioc. c).
¿Qué sentido habría tenido, por otra parte, que Dios
hubiera obrado el milagro de un parto virginal, si la virginidad no iba
a ser conservada después?
A la virginidad perpetua de María han sido opuestas algunas
objeciones por parte de quienes, confesando que Cristo fue concebido y
nació de una virgen, afirman que María tuvo después
otros hijos de José. Arguyen con el pasaje evangélico de
Mt 1,25: “Y no la conoció (a María) hasta que dio a luz a
su Hijo primogénito”. A esto hay que responder con santo Tomás:
“Las Sagradas Escrituras no suelen decir que una cosa ha sido hecha o no
hecha mientras no se dude de que, efectivamente, ha sido o no hecha...
Podía dudarse si antes del nacimiento del Hijo de Dios, José
había tenido relaciones conyugales con María, y por esa razón
el evangelista tuvo mucho cuidado de alejar la duda. En cambio, le pareció
indudable que no fue conocida después del parto” (Comp. Th. N. 466).
Tampoco la palabra primogénito implica la existencia de más
hijos, pues esa palabra tenía entre los judíos un sentido
jurídico y se aplicaba al primer nacido, siguieran o no otros hijos.
A este respecto es conocido el hallazgo de un epitafio judío
en el que se habla de una madre muerta en el parto de su primogénito.
En cuanto a las diversas expresiones de los evangelios sobre los “hermanos
de Jesús”, no significan verdaderos hermanos carnales, sino parientes
muy cercanos, probablemente primos: así acostumbraban los semitas
a usar la palabra “hermanos”. A ello se añade que, en el caso de
los “hermanos” de Jesús, nunca se dice que sean hijos de María.
En verdad, con palabras de san Bernardo, “a la majestad de Dios convenía
que no naciese sino de la Virgen, y a la Virgen convenía que no
diese a luz a otro que a Dios (Hom II super Missus est).