Análogamente a como el término de la acción generativa de los padres es la persona de los hijos, y en virtud de ello son llamados padres, aunque produzcan solamente el cuerpo y no el alma de sus hijos, la afirmación de la maternidad divina de María exige que el término de su acción generativa sea una persona divina: "La Bienaventurada Virgen es llamada Madre de Dios, no porque sea madre de la divinidad, sino porque lo es de la persona que posee la divinidad y la humanidad, ella es madre según la humanidad" (Sto. Tomás, STh III q. 35 a.4). María es, pues, verdadera Madre de Dios por haber engendrado y dado a luz a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre en unidad de persona, y ser ésta una persona divina.
Negar que María es Madre de Dios equivale, por consiguiente, a negar que la persona del Hijo de María, Jesucristo, sea persona divina. De ahí la estrecha conexión entre el dogma mariano que consideramos y el núcleo más esencial del misterio cristológico, la unión llamada hipostática de las dos naturalezas en Jesucristo, la divina y la humana, en la unidad de la sola persona del Verbo de Dios. Conexión entre ambas verdades de la fe cristiana que se puso de manifiesto con ocasión de la crisis nestoriana: al rechazar Nestorio, patriarca de Constantinopla, desde el púlpito de Santa Sofía en 23 de diciembre del año 428 el título de Madre de Dios, por haber engendrado María sólo la naturaleza humana en que Dios habitó y no al Verbo de Dios. Un seglar, Eusebio, conocido abogado de Constantinopla, replicó: "El Verbo eterno por segunda vez nació en el cuerpo y de la Virgen". Se produjo una reacción popular contra Nestorio, a la cual se unió san Cirilo, patriarca de Alejandría, quien refutó a aquél, preguntando cómo puede haber duda de que la Santa Virgen es Madre de Dios, si Nuestro Señor Jesucristo es Dios. La controversia condujo a la convocatoria del Concilio de Éfeso, tercero de los ecuménicos (431), que excomulgó a Nestorio y proclamó a María Madre de Dios. A tal efecto, el Concilio aprobó una carta de san Cirilo a Nestorio en la que se dice: "...La divinidad y la humanidad constituyen para nosotros un solo Señor y Cristo es Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad... porque no nació primeramente un hombre vulgar de la Santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo; sino que, unido a la carne desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... Por eso no dudaron los santos Padres en llamar Madre de Dios a la Santa Virgen, no porque la naturaleza del Verbo o su divinidad tomaran de la Santa Virgen el principio de su ser, sino porque de ella se formó aquel sagrado cuerpo animado de un alma racional y al que se unió personalmente el Verbo que se dice engendrado según la carne" (Dz S m. 250-251).
Que ya más de un siglo antes del Concilio de Éfeso era habitual en el pueblo llamar a María Madre de Dios, lo demuestra la más antigua oración mariana que se conoce y que data por lo menos de fines del s. III: "Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino líbranos del peligro, sola pura, sola bendita".
"Aunque no se encuentre expresamente en la Sagrada Escritura que la Bienaventurada Virgen sea la Madre de Dios, se encuentra sin embargo expresamente que Jesucristo es verdadero Dios (1Jn 5,20) y que la Bienaventurada Virgen es Madre de Jesucristo (Mt 1,18); de donde se sigue necesariamente de la palabras de la Escritura que sea Madre de Dios" (Sto. Tomás, Ioc. c). Asimismo en Gal 4,4 san Pablo afirma: "Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer", frase en la que el original griego del verbo "enviar" presupone la preexistencia cabe Dios del "enviado", con lo cual el Hijo eterno del Padre resulta ser el sujeto de la acción generativa de una mujer, María: consiguientemente, Dios nace de María y ésta puede y debe llamarse Madre de Dios.