Octubre de 1999
por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR
“TENGO LOS MIEMBROS PARALIZADOS,PERO EL ALMA ¡LA TENGO VIVA!”
Muchas veces nos preguntamos los hombres de esta tierra el porqué
de tantos sufrimientos. Y, como no sabemos encontrar respuesta, nos abatimos
sobre nosotros mismos y, en un momento, vemos derribados todos nuestros
castillos construidos en el aire de nuestra propia infelicidad.
Dios, que es siempre Padre y vela por el bien de sus hijos, a lo largo
de la historia nos da la solución suscitando entre nosotros almas
generosas que parece que no tienen otro sino en su vida que el sufrir.
Sin embargo, los seres que conviven con ellas enseguida perciben que esas
almas buenas, aunque sufren, tienen una especie de imán que atrae,
que engendra emulación, y que hace el sufrimiento agradable y llevadero.
Es que esas almas buenas han encontrado en el dolor la mayor prueba de
amor que se puede brindar a Jesucristo y saben decir de todo corazón:
“Hágase tu voluntad...”
ENCONTRÓ UN AMIGO DE VERDAD
Una de esas almas buenas nació en una casucha rodeada de un frondoso
bosque a unas horas de un pueblo, en el norte de Francia. De haberlo sabido,
sus padres le hubieran puesto el hombre de Dolores cuando la bautizaron,
pero no fue así. Escogieron para la niña el nombre de Simone.
Aunque sus padres eran carboneros, a Simone le faltó desde el
principio el calor de un hogar. Cuántas veces despertaba de sus
sueños y se encontraba sola en la casa, sin unos brazos donde llorar,
sin unas manos que le dieran de comer. Los padres, trabajaban y trabajaban.
Y así se fue forjando su alma: en la soledad. A temporadas, su abuela,
la que se empeñó en que se bautizara a la chiquilla, venía
a verla y estaba con ella. Pero eso sólo pasaba muy de vez en cuando...
cada tres años. El resto del tiempo lo pasaba sola. Conforme fue
creciendo se convirtió en la jefa del hogar, pues los padres partían
al amanecer para regresar por la noche.
Pero un día, a sus siete años, Simone encontró
un amigo de verdad que le iba a durar toda la vida. Ni lo conocía
antes ni lo imaginaba así. El encuentro fue fortuito.
Había ido de compras al pueblo y, al pasar por la plaza, la
algarabía de los muchachos que jugaban le llamó la atención.
Simone nunca jugaba con nadie. Los contemplaba embelesada, cuando un hombre
curtido, bonachón y sonriente, batiendo las palmas atrajo hacia
sí a ese grupo de niños y niñas. Simone, sin saber
por qué, se añadió al grupo. La sonrisa de aquel hombre
la sedujo. Y entró con ellos a un lugar que la sorprendió.
Era muy bonito. Todos entraban en silencio, se arrodillaban, tomaban agua
con sus deditos de una pila y dibujaban una cruz en sus frentes, otra en
los labios y una tercera sobre el pecho. Simone los imitó sin saber
qué hacía. Se sentó entre las niñas como una
más y escuchó atentamente las explicaciones de aquel señor.
Aquel día el señor cura hablaba a los niños que se
preparaban para su primera Comunión, del Amor de Dios para con los
hombres. Simone descubrió que había alguien que velaba por
ella, que la amaba desde toda la eternidad. Con estos pensamientos llegó
a su casa tarde y encontró a su madre con cara de perro, pero a
ella no le importó.
A partir de aquel día, todos los que había catequesis
había regañina en casa de Simone. Hasta que los padres barruntaron
la causa de que su hija llegara tan tarde aquellos días precisamente.
Y tomaron una determinación: continuo cambio de domicilio. Lo exigía
el trabajo, claro. Simone no podrá ir más al pueblo, ni a
la catequesis ni a la escuela. Pero a ella no le importa. Ha aprendido
que Dios está en todas partes.
“COMO ÉL LO QUIERE”
Por fin cesa aquella vida errante para fijar su morada en un caserío
cercano al de la abuela a quien Simone descubre las espinas de su corazón.
La abuela influye sobre la familia y obtiene para la niña la gracia
de la primera Comunión. Tiene Simone 11 años. Hace cuatro
que espera con paciencia este momento.
Un poco más crecidita, Simone va a aprender costura a
un taller, al tiempo que empieza a frecuentar de nuevo la escuela y el
patronato de las Hermanas de San Vicente de Paúl. Es tan mañosa
que las hermanas la recomiendan en la casa Chanel de París, donde
rápidamente sube de categoría.
Han pasado cinco años. Simone es toda una mujer. Atractiva,
dulce y muy trabajadora. Los muchachos se fijan en ella y ella en ellos.
Pero aquel Amigo que conoció a sus siete años la tiene tan
enamorada que decide consagrarse a Él por toda la eternidad, y un
día hace su entrega generosa a su Dios y Señor. Aquel mismo
día empieza a notar unas molestias en todo su cuerpo. Los médicos
aseguran que es un reuma sin importancia. Pero el mal se agrava y ya no
le permite enhebrar la aguja. Hospitales, curas de reposo en el campo...
todo es inútil. La parálisis va ganando terreno inmovilizando
el brazo izquierdo y, poco a poco, todo su cuerpo. Está en cama
y, como siempre, sola, muy sola.
El mal le ataca los nervios y llega a tener situaciones de verdadero
histerismo, de modo que se hace insoportable estar en su habitación.
Pero la templanza de Simone es extraordinaria. Ella, en sus soledades,
reza y le pide a Dios que le dé fuerzas para sobrellevar ese dolor,
y llega a dominarse. En una ocasión que fue a verla su madre asustada
por las noticias de las vecinas, pudo comentar que la estaban engañando,
que su hija no sufría tanto como ellas decían.
No todo está perdido. La parálisis le ha respetado
el brazo derecho con el que puede escribir: “Mi vida es solitaria y
consiste en padecer, ofrecerlo todo a Dios y olvidarme de mí misma;
y puesto que sufro porque Dios lo quiere, debo esforzarme en sufrir tal
como Él lo quiere. Lo que yo hubiera deseado hacer con la acción,
el celo, la abnegación, Dios nuestro Señor me reserva la
dicha de poder realizarlo con la oración silenciosa y el sacrificio
continuo... ¡Él sea bendito por todo!”
“ES CUESTIÓN DE AMOR”
Un día, con una visita viene una niña que ganada por
la sonrisa de Simone le pregunta si puede venir a verla con unas amigas.
Simone asiente. El grupito no falla. Cada semana va a verla y conversa
con ella de Dios. Forman un grupo de Acción Católica y la
eligen a ella como presidenta. Otras se suman. Ya son ochenta. Con su mano
derecha, Simone escribe circulares llenas de verdadera espiritualidad y
luego las ensobra ella misma sujetando cada una con los dientes. Su gran
sentido práctico y su profunda formación espiritual la capacitan
para aconsejar y guiar a sus jóvenes compañeras; jamás
se niega a recibirlas, por muy extenuada que se sienta.
–“Simone, ¿cómo tienes valor para hacer todo
esto?”, le preguntó el capellán de la Acción Católica.
–“Padre,
tengo los miembros paralizados, pero el alma ¡la tengo viva!”
Las fuerzas se le van acabando. Ya no le es posible permanecer
en casa. La llevan al hospital y su habitación se convierte en un
despacho de dolores y de consejos. Los dolores se los queda ella y los
consejos brotan a borbotones para todas sus dirigidas. Sigue siendo la
Presidenta de la Acción Católica y ahora no habla más
que del Cielo. Hasta que llega el día supremo: 25 de marzo, en que
entrega definitivamente su alma a Dios.
En todas sus dirigidas quedó grabada aquella frase que
repetía sin cesar: “El bien que hacemos aquí abajo, es
cuestión de amor”. El verdadero amor sufre y para saber sufrir
hay que saber decir con fe y confianza: "Hágase tu voluntad..."



Revista 646