Noviembre de 1999

HAY MUCHA GENTE BUENA

por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

"SI VOY CON LA VIRGEN YA NO TENGO MIEDO"


"No hacía mucho tiempo que yo había encontrado de nuevo al Señor. Sí, de pequeño, lo había querido como todos los críos, pero ya de mayor... Lo que nos pasa a todos, que nos da vergüenza, el qué dirán, cómo va a rezar un hombre... Sea una cosa o sea otra, la cuestión es que me olvidé de Dios.

Guardaba yo mis rebaños en un pueblecito de La Alcarria y, como pasaba tanto tiempo solo, me ponía a pensar y me di cuenta de que no estaba solo. Alguien estaba conmigo: era mi Madre, era la Virgen. Y con mucha vergüenza, en las tardes de verano, cuando todos dormían la siesta porque hace mucho calor, ¿sabe usted?, yo todavía me atrevía a mirar a un lado y a otro, cuando me acercaba a la ermita del pueblo que está sola en lo alto de un cerro y... arrodillado... a los pies del ventanuco que está en la puerta de la ermita, desde donde se ve perfectamente la imagen de mi Virgen... la miraba con cariño..,. le hablaba..., le contaba mis quereres..., me sentía hijo suyo. Y Ella me fue acercando a Jesús".

Con esa sencillez de pastor me contaba un día esta historia un señor que hoy vive enamorado de Dios y de su santa Madre, agradecido por el inmenso favor que le hizo aquel día, por intercesión de Santa María Virgen.

Antonio –así vamos a llamar al pastor–, regresaba siempre de noche a su casa, después de haber guardado su rebaño que cada día sacaba a comer a los pastos cercanos a la ermita de la Virgen. Y allí, junto a la Señora, encontró de nuevo a Dios, a ese Dios que había conocido en su infancia y que había dejado de lado. Cada tarde coloquiaba con la Señora. Y hablaba con la Señora de cosas sencillas, sin importancia, como suelen hablar tantas y tantas veces las madres con sus hijos. Cosas que no tienen importancia, pero que van creando entre madre e hijo unos lazos de unión misteriosos e irrompibles. Y en el corazón de aquel pastor iba creciendo un amor verdadero a la Santísima Virgen, de manera que poco a poco fue abandonando su afición del domingo de ir a cazar con los amigos por la de ir a honrar a Dios con su familia en la santa Misa. La Virgen le iba aconsejando con ternura maternal que hiciera lo que Jesús le decía, y Antonio, poco a poco, le iba haciendo caso.

Una tarde, ya en casa, se acababa de duchar y descansaba en una silla. De repente sonó el teléfono:

–Dígame... Antonio, es para ti.

–¿Quién será?... ¿Cómo?... Claro, ya es muy mayor y la enfermedad que tiene... ¡Vaya!... ¡Gracias, gracias por avisarme... has sido muy amable!

–Era mi madre.

–¿Qué te ha dicho?

–Que se muere el abuelo.

Me cuenta Antonio que dos años antes la noticia no le hubiera preocupado tanto. Pero entonces... entonces fue para él como un jarro de agua fría. En su casa estaban como él hacía dos años: prescindían un poco de Dios. Pero ahora quería tanto a la Virgen que lo primero que pensó es que si se moría el abuelo se iba a condenar para siempre. No lo pensó dos veces. Cogió una zamarra y, aunque era tarde, se fue a ver al sacerdote del pueblo.

–Padre, ¿qué puedo hacer?

–Rezar por él. La misericordia del Dios es infinita.

–Ya, pero es que... yo no puedo permitir que mi abuelo se condene... Tengo que ir a verle... hablarle de Dios... Tiene que entender que Dios es amor, que perdona, que es nuestro Padre.

–Pero, Antonio, ¿cómo vas a hacer eso? Según dices está muy mal y hay cierta distancia de aquí hasta allí...

–¡Bah! Son sólo tres horas de camino.

–¿Y tu rebaño?

–Se lo diré a mi sobrino; él se ocupará de mis ovejas...

–Veo que lo tienes todo calculado...

–Sí, pero hay una cosa que me da miedo.

–Y, ¿qué es ello?

–Pues que el abuelo no me querrá escuchar. ¡Es un descreído!

–No tengas miedo. Confía en la Divina Providencia. Dios no se deja vencer en generosidad y es un acto grande de generosidad que tú hagas un viaje tan largo para que tu abuelo haga el suyo hacia la eterna felicidad. ¡Vete y confía en Dios, que Él te ha de valer! Toma, llévate contigo esta medalla de la Virgen Milagrosa y se la das, que lo que tú no sepas hacer lo hará Ella por ti; lo que tú no sepas decir, la Virgen lo dirá por ti.

–Gracias, don José. Si voy con la Virgen, ya no tengo miedo. Me ha dado usted mucha confianza. Mañana mismo, de madrugada tomaré el coche y le llevaré a mi abuelo a la Virgen. ¡Seguro que se va al cielo!

Y así lo hizo. A las ocho de la mañana entraba en la habitación donde yacía el abuelo. Estaba como Antonio lo recordaba, con la cara de mal humor y de pocos amigos de siempre. Los familiares, en torno de la cama, se asombraron de ver entrar a Antonio. Apenas se detuvo para saludarlos. Venía con una obsesión y una medalla en la mano. Se acercó al abuelo y empezó a hablarle de Dios, de su misericordia infinita, del sacramento de la Confesión. Una voz le dijo a Antonio que todo era inútil, pues el abuelo era muy terco y, además, el sacerdote del pueblo se había ausentado. Antonio se agarró a la medalla y se la puso al abuelo en las manos, pero el abuelo se la devolvió. Lo intentó una vez más y también fracasó. Antonio, entonces, miró la medalla con confianza y, lleno de coraje, descargó todo lo que tenía dentro de su corazón sobre el abuelo. Todas las palabras iban cayendo sobre el anciano como dardos que se iban clavando en su conciencia. El anciano lo miraba extrañado. Nunca había oído hablar así a su nieto ni a nadie. Antonio no cesaba de hablar. Esgrimía argumentos de todo tipo, sencillos pero ardientes, cariñosos, llenos de ternura.

Aquellas gotas de rocío iban reblandeciendo el duro suelo que hacía muchos años que no había sido regado. El corazón del anciano se iba reblandeciendo. Pero sus labios no decían nada, ni sus ojos. El discurso de Antonio parecía un monólogo. De repente, le asaltó una idea. Le había hablado de la misericordia de Dios. Le hablaría de la Madree.

–Abuelo, ¿se acuerda usted? A lo mejor no, pero no importa... Repita conmigo las palabras que yo vaya diciendo: "Dios te salve, María..., llena eres de gracia...".

La semilla, que estaba allí, enterrada, muy enterrada, comenzó a germinar. El abuelo comenzó a mover los labios. Sí, parecía que rezaba... a la Virgen.

Antonio se levantó. Tomó un pedazo de hilo que había sobre un diván y pasó por él la medalla de la Milagrosa. Luego se acercó a la cama y la colgó del cabezal. El abuelo miraba lo que hacía Antonio, pero luego ya solamente miraba la medalla de la Virgen. Parecía no ver otra cosa. Su rostro empezaba a sonreír. Todos se quedaron maravillados de lo que veían. Antonio, lentamente, le fue cerrando los ojos. Había dejado de respirar.



Revista 647