Agosto-Septiembre 1999
por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR
UN BUEN PADRE DE FAMILIA
Estaba un día con unos compañeros en casa de una familia.
No recuerdo bien los derroteros de nuestra conversación ni cómo
vino a cuento, sólo recuerdo que, en un momento dado, el dueño
de la casa dijo a voz en grito: “... Pues yo no creo ni en el cielo ni
en el infierno”. Su señora esposa, que parecía más
prudente, dándole un codazo y señalando hacia el niño
que jugaba sobre la alfombra, le dijo en voz baja: ?No hables así,
por lo menos delante del niño.
-¡Qué tonterías dices! –respondió
el padre-, ¡pero si el niño no comprende lo que decimos!
Y dirigiéndose al chiquillo le preguntó: -Pedrito,
¿comprendes lo que decimos?
El niño miró a papá, abrió sus ojos
y contestó con orgullo: -Sí.
-A ver, ¿qué he dicho?
-Que no es necesario ser bueno.
¡Qué bien comprendió el niño las palabras
de su padre! Si no creemos en el cielo ni en el infierno, es decir, en
la vida eterna, ¿para qué queremos ser buenos? No es necesario.
Así piensan hoy, por desgracia, la inmensa mayoría de los
jóvenes. Viven degradados, sin esperanza, sin ilusión...,
no les detiene el pensamiento de la vida eterna. Y es que muchas veces
los que debemos hacerlo, no hemos trabajado lo suficiente para inculcarles
el pensamiento serio de que todo lo de esta tierra es caduco y por eso
debemos poner toda nuestra confianza en Dios. La fe exige amor y el amor
se expresa con obras y palabras, es decir, siendo buenos y rezando. Por
eso, en una persona, la hora de la muerte nos describe qué rumbo
ha tomado su barca en el mar de esta vida.
Me viene a la memoria un artículo que leí hace mucho
tiempo y que conservo, en el que un sacerdote iba narrando la muerte de
algunos personajes importantes en el orden intelectual. En ese artículo
el sacerdote contrastaba cómo algunos de ellos, en el momento final,
tenían su lámpara encendida y llena de aceite; pero otros,
apenas la lámpara de su fe contenía unas gotas de aceite,
gracias a la pobre mecha que había encendido cuando eran niños
su madre, o acaso su abuela. Me llamó poderosamente la atención
la conversación de este padre con Julio Camba.
¡BENDITAS MADRES!
“Yo acudía a la cabecera de Julio Camba, al que había conocido
mucho, y que había sido como uno de tantos, uno más, que
había vivido un poco de espaldas a la religión, indiferente.
Éramos amigos, junto a Sebastián Miranda, de muchas comidas
en casa del escultor, de charlas, de conversaciones largas, sobre temas
diversos... Así que me fui a verle y le dije: -¿Cómo
va eso, Julio?... Y él me contestó, con un hilo de voz: -Pues
esto va muy mal... Yo le respondí: -Hay que animarse, Camba, que
nos está esperando Sebastián Miranda un día de éstos...
Le pregunté también: -¿Has rezado algo, Julio? Y Camba,
parece que le estoy viendo, me respondió: -Pues no he rezado nada,
porque no sé rezar, no me acuerdo de cómo rezar... –Bueno,
hombre, de algo te acordarás, por ejemplo, del Padre nuestro,
del Ave María... El hombre se quedó un poco suspenso y me
dijo: -Pues no me sale, padre Félix... De pronto, un poco tímido,
pero iluminado, como un niño, me confesó: -¿Vale lo
de Cuatro esquinitas tiene mi cama?...”
El padre Félix le dijo que sí, claro que sí, porque,
en el fondo, lo que estaba vivo en Camba y en otros tantos es la presencia
lejana de la piedad de una madre o una abuela, eso que no hay quien la
mueva, de los primeros años de un hombre: la bellísima fuerza
con que los niños rezan a Dios en los primeros años de su
existencia... Yo he conocido un torero que, antes de hacer el paseíllo
previo a salir a la plaza, en esos momentos cruciales en que todos los
toreros se santiguan, iba diciendo: “Jesusito de mi vida, tú eres
niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón.
Tómalo, tómalo, tuyo es, mío no”.
¡Benditas abuelas o madres que enseñan a sus nietos
o hijos una sencilla oración y saben con ella arrancar del Corazón
de Dios una gota de su inmensa misericordia! ¡Qué buenas son!
¡Y QUÉ ADMIRABLE ESTE PADRE!
Pero no solamente las madres o las abuelas se ocupan de educar cristianamente
a sus hijos o nietos. También lo saben hacer los hombres. Hay buenos
padres de familia, y muy buenos, que saben dar a sus hijos un ejemplo ideal
de vida cristiana, de intenso amor a Dios.
Antonio sufría una enfermedad incurable que, poco a poco,
iba mermando su existencia. No era muy mayor, pero ya tenía sus
hijos crecidos y bien colocados, de manera que podían afrontar con
éxito los avatares de la vida. Sabía que su esposa iba a
estar bien cuidada por sus hijos, pues le había pedido a Dios, cuando
cayó enfermo, que lo aguantara con vida mientras fuera necesario
en esta tierra para su mujer y sus hijos... y Dios no le podía fallar.
Dios le había concedido esa gracia. Por eso, Antonio era bien consciente
de que le llegaba su hora y mandó llamar a un sacerdote. El padre
Antonio, testigo de este hecho, me lo cuenta con todos los detalles:
“En la casa me recibieron con suma amabilidad, pero en sus rostros
se veía un profundo dolor y pesar. No era para menos: el padre se
encontraba en sus últimos momentos. Me condujeron a la habitación
del enfermo y cerraron la puerta tras de mí. El hombre, plenamente
consciente de su situación, entró enseguida en la materia:
-Padre, quiero hacer una confesión que me dé la paz y la
conformidad en estos momentos. Así fue, se confesó con claridad
y con humildad, reconociendo sus culpas sin acusar ni descargar responsabilidades
en nadie más que en sí mismo”.
El sacerdote, plenamente emocionado ante la actitud cristiana
de este buen hombre, se dispuso a darle la absolución, pero la voz
del moribundo le detuvo: -Padre, antes de darme la absolución quiero
pedirle un favor. Haga pasar a mi esposa y a mis hijos: quisiera hablarles.
El sacerdote, intrigado ante tal petición, cumplió la voluntad
de aquel hombre e hizo pasar a la habitación a los familiares.
El padre miró a los miembros de su familia a quienes había
amado con todo el corazón. Paseó su mirada por cada uno de
ellos y, con sinceridad y franqueza, comenzó a reconocer sus errores
ante su esposa y sus hijos, los cuales, profundamente emocionados, querían
detenerlo diciendo: -Papá, has sido un padre ejemplar con todos
nosotros, no sigas, por favor; nos has querido mucho y nosotros te queremos.
Pero nada consiguieron. Antonio pidió perdón por todo lo
que él creía que los había ofendido y, una vez hubo
descargado su conciencia, miró al sacerdote y le suplicó
la absolución. Ahora ya estaba seguro de que Dios le iba a perdonar
todas sus culpas. La tensión y la emoción era grande. Las
lágrimas corrían por las mejillas de la esposa y de los hijos
que se despedían así de su buen marido y de su buen padre.



Revista 645