ELLA
SIEMPRE LO LLAMA “PROVIDENCIA”
En la iglesia de San Francisco Javier, en Nueva York, regentada por los
padres jesuitas, se encontraba uno de ellos en el despacho parroquial atendiendo
a un señor, ya mayor, que buscaba la fe de bautismo de su mujer.
-¿Cómo ha dicho que se llama?
-Elisabeth.
-Y, ¿no recuerda el año de su bautismo?
-No, padre. Ése es mi mal.
-¡Vaya, vaya! Me lo pone usted un poco difícil. Pero, a ver si...
El padre tomó el libro que correspondía aproximadamente al año a juzgar por
la edad de Elizabeth. Lo abrió al acaso y el primer nombre que apreció fue el
que buscaba.
-¡Qué suerte hemos tenido!
-La Providencia de Dios, padre. Hace meses que buscamos esta partida en varias
iglesias de la ciudad. ¿Cómo saber en qué iglesia fue bautizada? Ella,
naturalmente, no se acuerda, pero tiene mucha fe y le pide a Dios con mucha
confianza, y alcanza siempre, tarde o temprano, lo que pide. Lo que otras
personas llaman casualidad, ella siempre lo llama Providencia.
-Tienes razón, respondió el padre, mientras tomaba una pluma y hacía una
copia de la partida. Y, ¿para qué necesitan la fe de bautismo?
-Le contaré todo al detalle, padre. Espero que no se moleste.
-¡Cómo iba a molestarme!
-Tenía yo necesidad de mi fe de bautismo para que me dieran mi retiro en
Correos, donde llevaba muchos años de servicio. Yo sabía que había nacido el
día de san Miguel, pero ni sabía el año ni el día de mi bautismo ni la
parroquia. Yo me lancé a la búsqueda mientras mi señora se puso al pie del
Corazón de Jesús para que me ayudara. La necesitaba con urgencia. Si no tenía
certificado, no tenía retiro. Recorrí muchas iglesias, pero no daba con la
mía.
Entre las cartas que tenía que repartir, llegó una con el sello de California,
dirigida a María Zabloka, que vivía en la calle 65. Llevé la carta a dicha
calle, pero la tal señora no vivía en ese número y ningún vecino me supo dar
razón de ella. Por equivocación, no entregué esta carta a las devoluciones de
correos, como suelo hacer. Y, al llegar a casa, mi mujer, que siempre registra
mis cosas, encontró la carta y me preguntó por ella. Le conté lo sucedido.
Ella, mirando el sobre, descubrió que, dentro de él, había dinero. "Esta
carta tiene dinero, Mike; debe ser de algún hijo o algún marido que está en
California y se la manda a su madre o mujer. ¡Pobrecita! Es necesario que
busques a esa mujer hasta que la encuentres". Hice cuanto pude para dar con
el paradero de esa señora, pero no hubo suerte. Llegó una segunda carta con la
misma letra y la misma dirección, y también contenía dinero. Pasé tres
semanas buscando. Mi mujer rezaba sin parar para que yo encontrara a esa señora
que, por el apellido, parecía ser polaca. Ya tenía tres cartas, ¿sabe?
Un domingo me dormí, y en lugar de ir a misa de siete en mi parroquia, fue a la
de diez y media a otra donde nunca había ido. Tras la homilía, leyó el padre
las amonestaciones, y me llamó la atención que la novia se llamaba Zabloka,
como la señora de mi carta. Terminada la misa, fui a la sacristía y pregunté
al padre por el nombre y la dirección de la novia. Era ella, y vivía en la
calle del Este, muy arriba de la ciudad. Tomé la dirección y volví a mi casa,
loco de alegría. Aquella misma tarde fui a la dirección indicada, donde, en
efecto, vivía una tal María Zabloka, pero no conocía a nadie que viviera en
California. ¡Qué lástima! La carta no era para ella.
-Y, ¿qué tiene que ver todo esto con su fe de bautismo?, preguntó el
sacerdote.
-Tenga paciencia y descubrirá la relación. Claro, yo salí desconsolado de
aquella casa. Estaba ya en la calle, cuando oigo que alguien me llama. Era una
chiquilla. Insistía en que la siguiera. Una señora quería hablar conmigo. La
señora me dijo que conocía a una viuda muy pobre y que tenía un hijo que
vivía en California. Vivía en la calle del Oeste. Era tarde. Por eso, al día
siguiente, en cuanto hube terminado mi trabajo, me fui a la calle del Oeste. La
señora tampoco estaba allí, pero la portera me indicó que, efectivamente
había vivido en aquella casa. Como era viuda y no tenía dinero para pagar, la
habían echado. Ella creía que vivía en el último piso de un inmueble
cercano. Fui a ese edificio y pregunté por ella. "Sí, en el último
piso... Es viuda y tiene muchos chiquillos, pero es pobre... no paga el alquiler
y la van a desahuciar. Da una pena..."
Subí hasta el último piso y llamé a la puerta. Una niña como de doce años
salió a abrirme y se asustó. "¿Vive aquí María Zabloka?".
"Sí", respondió la niña más confiada. Y entonces, padre,
contemplé una escena que jamás podré olvidar. Sobre una mesa miserable había
un Crucifijo y una imagen de la Virgen Santísima, ante los cuales ardía un
cabo de vela. Arrodillada vi a una mujer que, rodeada de seis chiquillos, oraba
con un fervor extraordinario, rezando en su lengua y llorando. Era María
Zabloka, la madre viuda de aquellos chiquillos. Creyendo que yo era el casero
que venía a echarla de aquel cuchitril, le pedía a Dios que no la quisiera
otra vez en la calle... Entonces di a la niña la primera carta y la llevó a la
afligida madre. María la ofreció a la Virgen, la abrió presurosa y sacó de
ella cinco dólares, los cuales ofreció otra vez a la Virgen. Vino hacia mí y,
como no hablaba inglés, me dijo, por medio de su hija, que la leyera. La carta
era de su hijo. Había encontrado trabajo y le enviaba los primeros cinco
dólares que había ganado. La buena mujer lloraba de felicidad. Tomó y el
billete y me lo dio. Yo rehusé tomarlo, como es lógico, pero ella insistió
porque había prometido a la Virgen dar a los pobres los primeros cinco dólares
que le enviara su hijo. "Pero si yo no soy pobre", repliqué.
"Dice mi mamá -contestó la niña-, que usted debe ser un buen hombre y
podrá dar ese dinero a los pobres". "Pero, más pobres que
ustedes?" No hubo manera de convencerla. Lo había prometido a la Virgen y
debía cumplir su promesa. Entonces yo saqué la segunda y tercera carta, y la
señora volvió a ofrecérselas a la Virgen. Me fui a casa con el corazón
colmado de felicidad, pero con una preocupación: debía dar los cinco dólares
a los pobres.
Al llegar a casa, no me dio tiempo a contar a mi mujer lo sucedido, ella me lo
iba preguntando todo. "Mike -me dijo muy seria-, ese dinero es de los
pobres y hay que entregarlo al momento". "Y, ¿a quién se lo
doy?" "Pues a las Hermanitas de los Pobres, tus amigas...".
Tenía razón, mi mujer siempre tiene razón. Me puso el billete en las manos,
la gorra en la cabeza y... me despachó de casa.
Yo, padre, disfruto leyendo vidas de santos, lectura espiritual, y cuando
encuentro una que me gusta mucho, lo llevo a las Hermanitas para que ellas
también la saboreen. Por eso no es de extrañar que una vez entregado el
billete de los cinco dólares, una de ellas me encargara que le comprara la Vida
de Nuestro Señor, de Ludovico de Sajonia. Iba a celebrar las bodas de oro y le
hacía ilusión que se lo regalara. Le prometí buscárselo y me marché.
-La verdad, no sé que tendrá que ver esta historia con su partida de bautismo,
insistía el sacerdote algo impaciente.
-Tenga usted paciencia, que ya llego al final. Con el fin de agradar a la
hermanita, pregunté en todas las librerías de Barkley St., pero todos me
miraban extrañados por el libro que buscaba. Nunca habían oído hablar de él.
Y pasó casi un mes sin que volviera a ocuparme del asunto. En esto recibo una
invitación de las Hermanitas para asistir a las bodas de oro de la hermanita
que me había encargado el libro. Di un salto, tomé mi gorra y salí corriendo
camino de la Cuarta Avenida. Repasé todas las librerías... Nada. La Vida de
Nuestro Señor de Ludovico de Sanjonia no aparecía. Me fui a Shulty, una tienda
de libros viejos, ¿sabe usted?, con el pensamiento de que si allí no lo
encontraba era inútil buscar, pues no daría con él. "No conozco tal
libro, pero busque, busque..., ya sabe usted donde está el departamento de los
libros religiosos...".
Le aseguro, padre, que he repasado esa estantería miles de veces y que nunca me
había fijado en lo que vi entonces.
-¿No me irá a decir que encontró allí su fe de bautismo?
-No, padre, ya verá: al empezar a revisar los libros viejos de aquella
sección, me llamó la atención una Sagrada Biblia grande. Su lomo me trajo
gratos recuerdos: una chimenea, un estanque hecho de ladrillos... y tres libros:
El Flos Sanctorum, la Vida de Jesucristo y la Biblia. ¡Claro! Eso era... Era My
family Biblie. La Biblia de mi familia, antiquísima, donde mi madre escribía
las fechas de nacimiento de sus hijos, el día de su bautismo y la parroquia
donde habían sido bautizados... La abrí con premura... Allí estaba yo... y no
había sido bautizado en Nueva York, sino en Boboken...
Fui a la iglesia indicada, di la fecha y luego el párroco encontró el acta de
mi bautismo. La envió a Washinton, y a los pocos días me concedieron mi
retiro...".
Hasta aquí el relato que me proporciona uno de los jesuitas de la iglesia de
San Francisco Javier de Nueva York. Relato realmente emocionante. La divina
Providencia juntó, sin hacer ningún milagro, unas cartas de California, una
Biblia y una fe de bautismo, para resolver las peticiones de unas oraciones
llenas de confianza: la de una buena viuda polaca y la del piadoso matrimonio
pletórico de bondad.
Este maravilloso matrimonio y la buena viuda nos enseñan con esta historia que
debemos orar ante el Señor sin desfallecer y acompañar nuestra súplica con
obras de caridad. La mano de Dios es así. Para despachar favorablemente
nuestras oraciones no necesita obrar milagros, sino que se vale de las causas
segundas para conseguir lo que nosotros queremos y lo que Él quiere. Muchas
veces no entendemos lo que quiere Dios, pero podemos estar seguros de que cuando
Él anda por medio, todo acaba bien.