Febrero de 2000

HAY MUCHA GENTE BUENA

por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

ELLA SIEMPRE LO LLAMA “PROVIDENCIA”

En la iglesia de San Francisco Javier, en Nueva York, regentada por los padres jesuitas, se encontraba uno de ellos en el despacho parroquial atendiendo a un señor, ya mayor, que buscaba la fe de bautismo de su mujer.
-¿Cómo ha dicho que se llama?
-Elisabeth.
-Y, ¿no recuerda el año de su bautismo?
-No, padre. Ése es mi mal.
-¡Vaya, vaya! Me lo pone usted un poco difícil. Pero, a ver si...
El padre tomó el libro que correspondía aproximadamente al año a juzgar por la edad de Elizabeth. Lo abrió al acaso y el primer nombre que apreció fue el que buscaba.
-¡Qué suerte hemos tenido!
-La Providencia de Dios, padre. Hace meses que buscamos esta partida en varias iglesias de la ciudad. ¿Cómo saber en qué iglesia fue bautizada? Ella, naturalmente, no se acuerda, pero tiene mucha fe y le pide a Dios con mucha confianza, y alcanza siempre, tarde o temprano, lo que pide. Lo que otras personas llaman casualidad, ella siempre lo llama Providencia.
-Tienes razón, respondió el padre, mientras tomaba una pluma y hacía una copia de la partida. Y, ¿para qué necesitan la fe de bautismo?
-Le contaré todo al detalle, padre. Espero que no se moleste.
-¡Cómo iba a molestarme!
-Tenía yo necesidad de mi fe de bautismo para que me dieran mi retiro en Correos, donde llevaba muchos años de servicio. Yo sabía que había nacido el día de san Miguel, pero ni sabía el año ni el día de mi bautismo ni la parroquia. Yo me lancé a la búsqueda mientras mi señora se puso al pie del Corazón de Jesús para que me ayudara. La necesitaba con urgencia. Si no tenía certificado, no tenía retiro. Recorrí muchas iglesias, pero no daba con la mía.
Entre las cartas que tenía que repartir, llegó una con el sello de California, dirigida a María Zabloka, que vivía en la calle 65. Llevé la carta a dicha calle, pero la tal señora no vivía en ese número y ningún vecino me supo dar razón de ella. Por equivocación, no entregué esta carta a las devoluciones de correos, como suelo hacer. Y, al llegar a casa, mi mujer, que siempre registra mis cosas, encontró la carta y me preguntó por ella. Le conté lo sucedido. Ella, mirando el sobre, descubrió que, dentro de él, había dinero. "Esta carta tiene dinero, Mike; debe ser de algún hijo o algún marido que está en California y se la manda a su madre o mujer. ¡Pobrecita! Es necesario que busques a esa mujer hasta que la encuentres". Hice cuanto pude para dar con el paradero de esa señora, pero no hubo suerte. Llegó una segunda carta con la misma letra y la misma dirección, y también contenía dinero. Pasé tres semanas buscando. Mi mujer rezaba sin parar para que yo encontrara a esa señora que, por el apellido, parecía ser polaca. Ya tenía tres cartas, ¿sabe?
Un domingo me dormí, y en lugar de ir a misa de siete en mi parroquia, fue a la de diez y media a otra donde nunca había ido. Tras la homilía, leyó el padre las amonestaciones, y me llamó la atención que la novia se llamaba Zabloka, como la señora de mi carta. Terminada la misa, fui a la sacristía y pregunté al padre por el nombre y la dirección de la novia. Era ella, y vivía en la calle del Este, muy arriba de la ciudad. Tomé la dirección y volví a mi casa, loco de alegría. Aquella misma tarde fui a la dirección indicada, donde, en efecto, vivía una tal María Zabloka, pero no conocía a nadie que viviera en California. ¡Qué lástima! La carta no era para ella.
-Y, ¿qué tiene que ver todo esto con su fe de bautismo?, preguntó el sacerdote.
-Tenga paciencia y descubrirá la relación. Claro, yo salí desconsolado de aquella casa. Estaba ya en la calle, cuando oigo que alguien me llama. Era una chiquilla. Insistía en que la siguiera. Una señora quería hablar conmigo. La señora me dijo que conocía a una viuda muy pobre y que tenía un hijo que vivía en California. Vivía en la calle del Oeste. Era tarde. Por eso, al día siguiente, en cuanto hube terminado mi trabajo, me fui a la calle del Oeste. La señora tampoco estaba allí, pero la portera me indicó que, efectivamente había vivido en aquella casa. Como era viuda y no tenía dinero para pagar, la habían echado. Ella creía que vivía en el último piso de un inmueble cercano. Fui a ese edificio y pregunté por ella. "Sí, en el último piso... Es viuda y tiene muchos chiquillos, pero es pobre... no paga el alquiler y la van a desahuciar. Da una pena..."
Subí hasta el último piso y llamé a la puerta. Una niña como de doce años salió a abrirme y se asustó. "¿Vive aquí María Zabloka?". "Sí", respondió la niña más confiada. Y entonces, padre, contemplé una escena que jamás podré olvidar. Sobre una mesa miserable había un Crucifijo y una imagen de la Virgen Santísima, ante los cuales ardía un cabo de vela. Arrodillada vi a una mujer que, rodeada de seis chiquillos, oraba con un fervor extraordinario, rezando en su lengua y llorando. Era María Zabloka, la madre viuda de aquellos chiquillos. Creyendo que yo era el casero que venía a echarla de aquel cuchitril, le pedía a Dios que no la quisiera otra vez en la calle... Entonces di a la niña la primera carta y la llevó a la afligida madre. María la ofreció a la Virgen, la abrió presurosa y sacó de ella cinco dólares, los cuales ofreció otra vez a la Virgen. Vino hacia mí y, como no hablaba inglés, me dijo, por medio de su hija, que la leyera. La carta era de su hijo. Había encontrado trabajo y le enviaba los primeros cinco dólares que había ganado. La buena mujer lloraba de felicidad. Tomó y el billete y me lo dio. Yo rehusé tomarlo, como es lógico, pero ella insistió porque había prometido a la Virgen dar a los pobres los primeros cinco dólares que le enviara su hijo. "Pero si yo no soy pobre", repliqué. "Dice mi mamá -contestó la niña-, que usted debe ser un buen hombre y podrá dar ese dinero a los pobres". "Pero, más pobres que ustedes?" No hubo manera de convencerla. Lo había prometido a la Virgen y debía cumplir su promesa. Entonces yo saqué la segunda y tercera carta, y la señora volvió a ofrecérselas a la Virgen. Me fui a casa con el corazón colmado de felicidad, pero con una preocupación: debía dar los cinco dólares a los pobres.
Al llegar a casa, no me dio tiempo a contar a mi mujer lo sucedido, ella me lo iba preguntando todo. "Mike -me dijo muy seria-, ese dinero es de los pobres y hay que entregarlo al momento". "Y, ¿a quién se lo doy?" "Pues a las Hermanitas de los Pobres, tus amigas...". Tenía razón, mi mujer siempre tiene razón. Me puso el billete en las manos, la gorra en la cabeza y... me despachó de casa.
Yo, padre, disfruto leyendo vidas de santos, lectura espiritual, y cuando encuentro una que me gusta mucho, lo llevo a las Hermanitas para que ellas también la saboreen. Por eso no es de extrañar que una vez entregado el billete de los cinco dólares, una de ellas me encargara que le comprara la Vida de Nuestro Señor, de Ludovico de Sajonia. Iba a celebrar las bodas de oro y le hacía ilusión que se lo regalara. Le prometí buscárselo y me marché.
-La verdad, no sé que tendrá que ver esta historia con su partida de bautismo, insistía el sacerdote algo impaciente.
-Tenga usted paciencia, que ya llego al final. Con el fin de agradar a la hermanita, pregunté en todas las librerías de Barkley St., pero todos me miraban extrañados por el libro que buscaba. Nunca habían oído hablar de él. Y pasó casi un mes sin que volviera a ocuparme del asunto. En esto recibo una invitación de las Hermanitas para asistir a las bodas de oro de la hermanita que me había encargado el libro. Di un salto, tomé mi gorra y salí corriendo camino de la Cuarta Avenida. Repasé todas las librerías... Nada. La Vida de Nuestro Señor de Ludovico de Sanjonia no aparecía. Me fui a Shulty, una tienda de libros viejos, ¿sabe usted?, con el pensamiento de que si allí no lo encontraba era inútil buscar, pues no daría con él. "No conozco tal libro, pero busque, busque..., ya sabe usted donde está el departamento de los libros religiosos...".
Le aseguro, padre, que he repasado esa estantería miles de veces y que nunca me había fijado en lo que vi entonces.
-¿No me irá a decir que encontró allí su fe de bautismo?
-No, padre, ya verá: al empezar a revisar los libros viejos de aquella sección, me llamó la atención una Sagrada Biblia grande. Su lomo me trajo gratos recuerdos: una chimenea, un estanque hecho de ladrillos... y tres libros: El Flos Sanctorum, la Vida de Jesucristo y la Biblia. ¡Claro! Eso era... Era My family Biblie. La Biblia de mi familia, antiquísima, donde mi madre escribía las fechas de nacimiento de sus hijos, el día de su bautismo y la parroquia donde habían sido bautizados... La abrí con premura... Allí estaba yo... y no había sido bautizado en Nueva York, sino en Boboken...
Fui a la iglesia indicada, di la fecha y luego el párroco encontró el acta de mi bautismo. La envió a Washinton, y a los pocos días me concedieron mi retiro...".
Hasta aquí el relato que me proporciona uno de los jesuitas de la iglesia de San Francisco Javier de Nueva York. Relato realmente emocionante. La divina Providencia juntó, sin hacer ningún milagro, unas cartas de California, una Biblia y una fe de bautismo, para resolver las peticiones de unas oraciones llenas de confianza: la de una buena viuda polaca y la del piadoso matrimonio pletórico de bondad.
Este maravilloso matrimonio y la buena viuda nos enseñan con esta historia que debemos orar ante el Señor sin desfallecer y acompañar nuestra súplica con obras de caridad. La mano de Dios es así. Para despachar favorablemente nuestras oraciones no necesita obrar milagros, sino que se vale de las causas segundas para conseguir lo que nosotros queremos y lo que Él quiere. Muchas veces no entendemos lo que quiere Dios, pero podemos estar seguros de que cuando Él anda por medio, todo acaba bien.



Revista 650