Marzo de 2000

HAY MUCHA GENTE BUENA

por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

 

EL VIERNES DE DOLORES

Así titula uno de sus escritos ese genio tan particular del siglo XIX, el gran literato P. Coloma. Gustaba a este religioso de la Compañía de Jesús pintar cuadros y escenas que encierran en sí un claro sabor castellano donde la piedad va unida a la obra de caridad. Y, como la protagonista está llena de bondad, resulta digna de estar en estas páginas donde se ensalza la bondad que Dios ha puesto en los corazones de todos aquellos que le dan gloria.
Suele suceder que estas buenas almas y, además piadosas, no solamente tienen puestos los ojos en las imágenes del templo, sino que saben mirar hacia abajo y ver las necesidades de los hombres. Y no sólo las ven, sino que hacen lo imposible por remediarlas. Y ahí tenemos, pues, la definición de un buen cristiano: hombre que espera en el cielo, pero que no vive ajeno a las realidades de la tierra. Porque su misma esperanza le estimula a rendir, le libera de miedos, le ayuda a soportar la fatiga y a juzgar las cosas con una visión más completa: la que le proporciona la fe.
La Cuaresma tocaba a su fin y la primavera renacía en Sevilla. Se acercaba la fiesta de los Dolores y, por eso, muchos devotos acudían a celebrar el quinario en el que se honraba al Santo Cristo de la Expiación. Al pie de la Cruz, estaba la Madre Dolorosa.
En la iglesia, el sacerdote había expuesto el Santísimo Sacramento. Al pie del altar había doce grandes candelabros con doce grandes cirios que se iban quemando ante el Señor. Al pie de cada cirio, un devoto se iba deshaciendo en actos de amor y desagravio. Reinaba el silencio en el templo, aunque cada corazón orquestaba al Señor su bonita melodía.
Una señora, al alzar la vista hacia la Virgen de los Dolores, se distrajo por la compostura que tenía uno de aquellos devotos que estaban al pie de los cirios. Estaba arrugado, como un interrogante, doblegado por el peso de un pensamiento: sus brazos caían a lo largo del cuerpo, sus ojos no se abrían, sus labios dibujaban palabras entrecortadas... parecía llorar. El quinario tocaba a su fin. Se rezaron las oraciones y el coro entonó la letanía de la Virgen.
La gente salía de la iglesia. Aquella buena mujer se ocultó para ver salir al anciano y le siguió de lejos. El anciano se dirigió lentamente hacia la calle de las Armas. A la tarde siguiente, ambos se volvieron a encontrar a los pies de la Virgen Dolorosa. La buena señora se había propuesto preguntar al anciano el porqué de su malestar y, cuando, a la salida, iba a cumplir con su propósito, se le adelantó una niña de unos doce años que tomó al abuelo por las manos y le preguntó: -¿Vamos a casa, abuelo? -Sí, vamos... no puedo más.
La señora los siguió de lejos... Se detuvieron ante una modesta casa... y entraron nieta y abuelo. La señora memorizó la fachada y apuntó en un billete el número 69. Tomó luego una de las calles principales hasta que llegó a una fachada de aspecto regio. Entró en ella y subió una elegante escalera. La antecámara del despacho del señor gobernador estaba atestada de gente y algunos pugnaban por ser los primeros en ser atendidos. Llevaban más de dos horas esperando a que el señor gobernador terminara su conferencia con el capitán general.
La señora preguntó al conserje: -¿El señor gobernador? -Ocupado, respondió sin ni siquiera levantar los ojos del periódico.
-Pásele usted mi tarjeta, dijo la señora.
-Ya le he dicho que el señor gobernador está ocupado y no recibe a nadie.
-Por favor, pásele usted mi tarjeta.
-Pero, ¿está usted sorda o hablo en griego?
-Pásele usted la tarjeta, si quiere seguir leyendo el periódico en esta oficina.
Ante tal afirmación, cerró sus labios y, tomando la tarjeta, entró en el despacho del gobernador. Al instante, salió el conserje y dio paso a aquella señora, ante la sorpresa de todos los que esperaban. La señora tendió la mano al gobernador y al capitán general y se cerró la puerta. Diez minutos después se despedían cordialmente: -Mañana a primera hora -le decía el gobernador- tendrá usted cuantas noticias sea posible averiguar... Yo mismo iré a dárselas. -Gracias, le espero con impaciencia, respondió la señora. Y se fue a su casa a esperar.
-¿Qué noticias me trae usted?, preguntaba un día después la señora al gobernador.
-Muchas en cantidad, malas en calidad.
-Estoy preparada.
El gobernador sacó de su bolsillo un papel y comenzó a leer: "Veamos... El inquilino de la casa número 69 de la calle que usted me indicó, se llama don Esteban Rodríguez, de 70 años de edad y en la mayor miseria. Su familia se compone de su mujer, paralítica desde hace siete años; una hija idiota, y seis nietos, hijos de otra hija difunta hace tres meses, de los cuales la mayor tiene doce años y la menor cuatro. Se ignora el paradero del padre de estos niños. Don Esteban ha estado empleado 23 años en las oficinas del Ayuntamiento, y quedó cesante hace tres, cuando la caída del Ministerio. Desde entonces ha venido poco a poco a la miseria; debe al casero 3.625 reales, y éste ha amenazado con embargarle los muebles y echarle de la casa, si el día cinco del corriente, a las tres de la tarde, no satisface su deuda..."
-Mañana es día cinco -exclamó la buena mujer-. ¡Dios mío! ¡Mañana, Virgen de los Dolores!
-Don Esteban no tiene con qué pagar -continuó leyendo el gobernador con tono lacónico-, y se sabe que el casero ha avisado ya para el embargo. Don Esteban es persona honrada y de toda confianza.
El gobernador dejó el papel sobre la mesa y, viendo el abatimiento de la señora, abandonó la estancia con discreción.
-Ahora lo comprendo todo... Ramón tenía para afligirse de esta manera... Pero es imposible que Dios no oiga semejante súplica. Es completamente imposible que en el día de sus dolores, no remedie la Virgen santísima uno tan grande... ¡Dios mío, si yo fuera rica! ¡Si yo pudiera hacerlo en su nombre!
Titubeó un momento, miró a la Dolorosa que colgaba de un cuadro y se acercó a su pupitre. Tomó papel y lápiz y escribió una misiva dirigida al excelentísimo señor marqués, alcalde de Sevilla. En el sobre, añadió esta palabra: Urgentísimo.
Tres horas después recibió un oficio de la Alcaldía. La anciana rompió el sobre apresuradamente y una alegre exclamación se escapó de sus labios. Había encontrado la credencial ya firmada, de un destino en las oficinas del Ayuntamiento para quien ella gustase. Ella, presurosa, escribió en el hueco: don Esteban Rodríguez.
Abrió luego un cajoncito, en cuyo fondo había algunos reales y billetes de banco: eran seis de a mil reales cada uno.
-Hasta junio no puedo cobrar -murmuró entre dientes-. ¿Qué importa? A mí no han de embargarme.
Y, envolviendo los seis billetes en la credencial del destino, lo encerró todo en un sobre, sin firma ni carta alguna, y puso en el remite: La Virgen de los Dolores a su devoto. Luego se marchó al quinario y, aunque vio desde lejos al anciano, inmóvil y lloroso como todos los días, ya no le daba pena ni lloraba. Miraba a la Virgen, le sonreía, le daba gracias...
El Viernes de Dolores era el último día del quinario. La señora entró en el templo más pronto que de costumbre y tomó asiento: -Vendrá, de seguro. No puede tardar. Pero el tiempo transcurría y el anciano no llegaba. Su cirio estaba solo. -¿Qué habrá pasado? ¿Me habré engañado? Su desgracia está ya remediada, su porvenir asegurado... ¿Será una de esas almas que invocan a Dios en sus dolores y no dan las gracias en las alegrías?
De pronto, entre el tumulto se abrió un paso. Dos hombres conducían en una silla de brazos a una mujer tullida. Detrás venían seis niños pequeñitos, vestidos de luto. Colocaron la silla de la tullida al pie del presbiterio. Uno de ellos, que parecía mozo de cordel, salió de la iglesia. El otro, que era el anciano, se arrodilló en su sitio acostumbrado, al pie del cirio. Parecía rejuvenecido y, aunque en sus ojos había lágrimas, no eran de dolor, sino de alegría.
Los niños habían quedado detrás de la tullida, junto a la anciana que preguntó a una niña: -¿Es ésta tu mamá?
-Es mi abuelita.
-¿Está enferma?
-Está tullida, pero hoy ha hecho la Virgen un milagro con nosotros, y ha querido que vengamos todos a darle las gracias.
La señora no preguntó más y bajó cuanto pudo el velo de su mantilla.
Y concluye el P. Coloma diciendo que aquella anciana, opulenta en otro tiempo, vivía entonces del producto de su privilegiado talento; era la ilustre marquesa de Arco Hermoso, Cecilia Bhöl de Fáber, conocida en el mundo literario con el seudónimo de Fernán Caballero.


Revista 651