P. Jordi Maria Bou i Simó, O. Cist.
¡Oh, Purísima! Saliste de las manos del Creador toda BLANCA. Río de gracia
lindante a la divinidad, en cuyas aguas refléjanse pudorosamente ocultas la
inocencia, el candor, la bondad, el encanto.
Tú, la mujer ideal, donde el Artista del orbe se complace estupendamente. Belleza incomparable, muchísimo mayor que la de todas las mujeres juntas de hoy, de ayer y de siempre.
Hermosa Niña, fresca como un capullo de rosa. Mañana primaveral, impregnada de rocío celeste. Lirio purísimo que en el monte crece y brilla con sonrisa virginal. De rítmico andar alado, esparces ilusión.
Hechizo juvenil, cuajado de aromas embriagantes. Tus bellos ojos –sagazmente inocentes– fascinan al corazón más endurecido con un centelleo amoroso. Dulce naufragio quien ha caído inmerso en ellos.
Labios carmesí, deliciosamente perfilados de pureza rutilante, cuyo sabor atrae al mundo por las sendas impolutas. Labios de seda saturados de un calor inmensamente divino.
Intacta Virgen sin hiel, cual delicada corderilla o gacela en la montaña que salta y corre en pos del Agua viviente.
Arpa de diez cuerdas pulsadas por el Amor, cuyas melodías resuenan por doquier como eco de Música divinamente inconcebible.
Arco aureolado de destellos luminosos que ofuscan el frágil barro de nuestras pequeñeces corporales. Volcán ardiente de fuego inmortal.
Colocada –en tu Concepción y antes de que nacieses– en la cúspide de la virginidad, nunca, ni por sólo un instante, descendiste de ella.
Si en el Tabor el Hijo de tus entrañas resplandecía transfigurado, Tú, en la falda del monte nazaretano fuiste proclamada la "llena de gracia".
Enamorada de Yahveh como verdadera "Hija de Sión", anhelabas ser la Madre del Mesías esperado y, al mismo tiempo, querías permanecer totalmente virgen. Y... ¡oh portento admirable!, lo conseguiste.
Cielo iluminado que enardeces de pasión santa a los que de cerca quieren seguir tus inmancilladas andanzas.
Iris fulgidísimo de integridad virginal que clarificas las impenetrables oscuridades del corazón humano.
Al ver pasar a la doncella de Nazareth, camino de la fuente, los hijos de los hombres se asombran de tanta maravilla.
Linda Virgen de beldad –en todo el correr de la historia– nunca ni jamás equiparada. Tú eres –por antonomasia– la chiquilla, la joven, la mujer eternamente virgen. La figura más bella que ondea por todo Israel.
Si Judit, Ester y Raquel embelesaron a los hombres, Tú, la mujer prototipo del Nuevo Testamento, embelesaste al mismo Dios.
Tus hermosuras, ¡son tantas!, que quien te contempla, a la fuerza ha de enamorarse de ti. Deja pues que de ti nos enamoremos y, al toparnos con las criaturas, no podrán aprisionar ni siquiera el más mínimo de nuestros afectos.
Si Tú nos miras, y nosotros te miramos, se romperán inmediatamente las cadenas con que el cuerpo nos tiene esclavizados.
A su sombra huyen de lejos las manadas de espíritus inmundos. Y es más difícil caer en pecado a uno que piensa en ti, que llover sin nubes.
"Gracioso semblante... toda hermosa eres –María– no hay tacha en ti... encantadora como Jerusalén... ¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! –Tú– la más bella de las mujeres". Así cantaba a la Sulamita el esposo. Así también te cantamos todos nosotros tus hijos junto con el Verbo increado –tu Hijo–.
Es tanta la inmensidad de gracia que bulle en ti, María, que has merecido recibir y poseer toda su plenitud.
Contemplándote, la carne languidece. Siguiéndote, el pecado se aleja. Junto a ti, los ángeles impuros se precipitan al mar.
"Tú eres la exaltación de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú la suprema gloria de nuestra raza". Si esto se dijo de Judit, de ti –María–, ¿qué debe decirse? No hay palabras para ello.
Atráenos, Virgen Inmaculada, correremos en pos de ti extasiados por tus perfumes, hasta ser coronados –como Tú– con "doce estrellas".