por el P. Javier Andrés Ferrer, MCR
El tren paró en la estación metropolitana de Bucarest. De uno de los
vagones descendió un niño muy flaco y muy sucio. Iba pidiendo limosna con una
bolsa de plástico en una mano y una naranja en la otra. Un muchacho se le
acercó después de observarle atentamente durante largo rato. Le miró
fijamente y sacó de su mochila dos manzanas. Después se puso una nariz de
payaso y empezó a hacer malabarismos con las manzanas. El chaval le miraba
asombrado: jamás había visto nada parecido.
-Hola, me llamo Miloud -dijo el improvisado payaso-. ¿Te ha gustado?
-Mucho.
-Podría necesitar un ayudante.
-Yo no sé hacer esas cosas tan difíciles.
-No te preocupes. Te enseñaré.
Acordaron encontrarse al día siguiente en el parque junto a la estación de
ferrocarriles. El niño se fue con una sonrisa en los labios. Ésa era la
misión que Miloud llevaba en su mente: llevar con sus actuaciones sonrisas y
consuelos a las gentes que sufrían. En diciembre de 1989, Rumanía vivía una
de sus peores crisis y Miloud, en su pequeñez no cesaba de cuestionarse de qué
modo podría librar a sus gentes de tanto sufrimiento. Constantemente ideaba y
trazaba nuevos planes, pero no tenía dinero ni siquiera hablaba bien el rumano.
¿Qué podía hacer él? Al ver a ese niño triste y solo, sin nada que llevarse
a la boca, sucio y pobre, se encendió una luz en su corazón.
Al día siguiente, los dos llegaron puntuales al parque de la estación. Miloud,
sin perder tiempo, empezó a enseñar a Marian los primeros juegos malabares con
dos bolas. Y aunque Marian se mostraba torpe al principio, no tardó en hacer
bailar las dos bolas sobre sus manos.
-Por favor, ¿puedo intentarlo yo también?
Ninguno de los dos se había dado cuenta de que una niña de once años les
observaba con curiosidad.
-Claro, ¿cómo te llamas?
-Lucica.
-Toma, Lucica. Aquí tengo otras dos bolas para ti. Y a ti, Marian, te voy a dar
la tercera ahora que ya sabes manejar dos. Es un poco más difícil, pero no
imposible. Mira: dos bolas van en la mano derecha y la tercera en la izquierda.
La secuencia es: derecha, izquierda, derecha... 1,2, 3... Sí, ya sé que al
principio cuesta mucho, porque las bolas van más deprisa que el cerebro, pero
sucede que, de repente, lo imposible se hace posible. Es cuestión de paciencia
y de mucha práctica. Vamos a ver: inténtalo.
Pero Miloud no se contentaba únicamente con enseñarles a ser malabaristas.
Pretendía hacer de ellos unos hombres y dialogaba con los muchachos. Muchas
tardes se les hacía de noche y Miloud encendía una hoguera en torno a la cual
hablaban. Los niños contaban sus tristes vidas mientras su profesor les
escuchaba. El padre de Marian bebía mucho y le pegaba continuamente. Un día,
mientras huía de él, se juntó con otros golfillos para malvivir. Aprendió a
sacar dinero de las cabinas de teléfono y esnifaba para soportar el frío
intenso del invierno. Lucica se fue a vivir con su padre cuando su madre rompió
el matrimonio. Pero éste la pegaba continuamente porque decía que ella era la
causa de que su madre se hubiera ido. Lucica decidió huir a Bucarest y allí
vivía pidiendo limosna, o cantando por las esquinas, o haciendo recados a los
tenderos. Como Lucica y Marian tenían amigos, los traían junto a Miloud,
porque les daba cariño.
Su risa devolvía la sonrisa
Miloud los entendía perfectamente porque él mismo había vivido una situación
parecida. De padre argelino y madre francesa, era despreciado por uno y por
otro, pues ambos querían educarlo según sus culturas. De manera que cuando
trataba a su padre según lo que le enseñaba su madre, éste le pegaba y al
contrario. Pero descubrió que tenía un arma secreta que paliaba muchos golpes
tanto de su padre como de su madre. Le resultaba fácil hacer reír y con sus
habilidades disipaba los malos humores. Los domingos iba al circo con su madre y
allí decidió dedicarse a hacer reír a la gente. Cuando salió del instituto,
con su perfil de guerrero y una melena hasta los hombros, Miloud trabajó como
modelo por lo que cobraba bastante dinero. Pero aquel mundo no le gustaba y lo
abandonó para ingresar en la escuela parisina de artistas de circo. Pronto
comenzó a actuar por las calles de París. Con su risa hacía olvidar muchas
penas.
Con el tiempo, aquellos jóvenes con Miloud comenzaron a actuar por las calles
de Bucarest y lograban atraer las miradas de las gentes. Así empezaron a
cambiar de vida. Un día captaron la atención de un médico que trabajaba para
la delegación suiza de Terre des Hommes, organización humanitaria que estaba
poniendo en marcha un centro de acogida. Le pidió a Miloud que le ayudase.
Invitaron a los niños a que se quedasen en el centro, en donde podían comer y
realizar una serie de deportes, distintas actividades educativas y artísticas,
y, cómo no, desarrollar sus actividades circenses.
Con el corazón limpio y lleno de Dios
Pero la noche seguía siendo cruel para aquellos niños, porque continuaban
vagabundeando por las calles de la ciudad. Era noviembre y hacía mucho frío.
Una de aquellas tardes en que Miloud había encendido una hoguera en el parque y
hablaban, una muchacha de 14 años que tenía un hijo en un orfanato le
preguntó que cuándo se iba a ir, porque muchos habían intentado lo que él,
pero pronto se marchaban y los volvían a dejar solos frente a la vida. Miloud
le prometió que, de momento, no pensaba irse. Aquella muchacha le tomó de la
mano y le llevó a la boca de una alcantarilla cercana. -Aquí es donde vivimos
-le dijo-, y le invitaron a pasar. Era la primera vez que le permitieron ver el
lugar donde moraban. Miloud bajó por unas escaleras de mano y entró en una
habitación de hormigón cavernosa, iluminada por unos candelabros que habían
cogido de una iglesia. El suelo estaba cubierto con viejos harapos que recogían
de las basuras y usaban como colchones y mantas. Aquella noche Miloud aceptó la
invitación, aunque no pudo dormir por los malos olores que allí se respiraban.
En el centro, el número de alumnos aumentó a más de 30. Mejoraban conforme
iban pasando los meses y fueron invitados a participar en Bucarest en el Día
Internacional del Niño, en 1994.
La actuación gustó mucho y empezaron a llover ofertas para actuar. Miloud
dividió a los muchachos en tres tropas, al frente de las cuales puso a Lucica y
a Marian. El éxito fue completo. ¡Cuánto habían cambiado aquellos
chiquillos! Lucica era tan rápida y ágil que podía combinar tres compañeros
que le lanzaban mazas y pelotas a toda velocidad y devolvérselas sin fallar una
sola vez. Todavía mejor: sabía qué cara poner para hacer que el público
llorase de risa con ella. Lo mismo le pasaba a Marian: se había convertido en
un acróbata.
Como los muchachos funcionaban bien, Miloud empezó a llamar a las puertas de
sus amigos, de empresas, de la comunidad diplomática. Él y los niños actuaban
en la calle y pasaban la gorra. Afloraron las contribuciones.
En febrero de 1996, Miloud organizó su propia fundación para los niños de la
calle de Bucarest. La llamó Parada. Cogía a los niños desahuciados, los
inscribía en colegios y en cursos de formación profesional, según su valía,
y alquiló cinco apartamentos para algunos de ellos. Los que ganaban dinero con
sus espectáculos contribuían con sus ayudas. Parada formó un equipo de 13
administradores y educadores. La embajada francesa, entusiasmada con la labor de
Miloud, hizo un donativo equivalente a 3,3 millones de pesetas, con lo que
Miloud compró un camión que recorría la ciudad cuatro noches por semana,
proporcionando sopa a los moradores de las calles y tratamiento médico a más
de 60 niños por noche.
A la vez, Miloud y sus payasos pusieron en marcha un espectáculo dos veces por
semana en beneficio de los niños que estaban ingresados en los hospitales de la
ciudad. También se personaban en orfanatos y asilos.
Hoy siguen trabajando con un presupuesto anual de 9 millones de pesetas, un
tercio de los cuales procede de los espectáculos que realizan por las calles.
La fundación Miloud Oukili ha ayudado a 600 niños de la calle de Bucarest. De
éstos, 120 han sido formados en las artes circenses y se ha encontrado trabajo
a 50. Muchos han vuelto con sus familias.
Hoy Marian es uno de los instructores circenses de la Fundación. Lucica va a
ingresar en la universidad; quiere hacerse trabajadora social para ocuparse de
los niños de la calle de África. Mia, aquella niña que enseñó a Miloud su
dormitorio en una alcantarilla, sueña con un apartamento donde poder educar a
su hijo querido que acaba de cumplir siete años. Y Miloud sigue al pie del
cañón, sacando a los niños de sus miserias, divirtiéndoles con sus
ocurrencias y llenando su corazón de multitud de obras buenas. Dice que no se
cansa de hacer el bien, que la receta para ser bueno es tener el corazón limpio
y lleno de Dios. Eso es lo único que hace feliz a los hombres. Y ayuda mucho a
hacer reír.