por el P. Javier Andrés Ferrer, MCR
"Sí, os escribo desde el Cenáculo, recordando lo que ocurrió aquella
noche cargada de misterio. A los ojos del espíritu se me presenta Jesús, se me
presentan los apóstoles sentados a la mesa con Él. Contemplo en especial a
Pedro: ...observa admirado... los gestos del Señor, escucha conmovido sus
palabras, se abre... al misterio que ahí se anuncia y que poco después se
cumplirá. Son los instantes en los que se fragua la gran batalla entre el amor
que se da sin reservas y el mysterium iniquitatis que se cierra en su
hostilidad".
Son palabras de nuestro Santo Padre escritas con emoción en el mismo lugar
donde el Divino Maestro instituyó la Sagrada Eucaristía. Son palabras que
dicen mucha verdad y que, por desgracia, expresan la cruda realidad de la vida
que algunos cristianos buenos tienen que experimentar día a día.
"Es verdad -sigue escribiendo el Papa-. En la historia del sacerdocio, no
menos que en la de todo el pueblo de Dios, se advierte también la oscura
presencia del pecado. Tantas veces la fragilidad humana de los ministros ha
ofuscado en ellos el rostro de Cristo. Y, ¿cómo sorprenderse, precisamente
aquí, en el Cenáculo? Aquí, no sólo se consumó la traición de Judas, sino
que el mismo Pedro tuvo que vérselas con su debilidad, recibiendo la amarga
profecía de la negación. Al elegir a hombres como los Doce, Cristo no se
hacía ilusiones: en esta debilidad humana fue donde puso el sello sacramental
de su presencia. La razón nos la señala Pablo: llevamos este tesoro en vasijas
de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de
nosotros (II Cor 4,7)".
Hermosas palabras del Vicario de Cristo que justifican, de alguna manera, la
historia que hoy traemos a estas páginas. El escenario es una iglesia de la
noble ciudad de Madrid. A esa iglesia se acerca todos los días doña Asunción
para hacer compañía a Jesús Sacramentado. Una horita antes de la Santa Misa
podemos ver a esta buena cristiana ante el Sagrario rezando su Rosario y
consolando al Corazón de Jesús por tantos agravios que contra Él cometen los
hombres. Especialmente reza por los sacerdotes, por el sacerdote de su
parroquia.
Doña Asunción está profundamente preocupada. Tras su ratito de oración
participa en la Santa Misa con devoción. Pero cuando se acerca a comulgar sufre
horrores. El sacerdote, con toda su buena voluntad, da la comunión bajo las dos
especies, pero no pone especial cuidado en su distribución y cada día doña
Asunción ve cómo caen gotas de la Sangre de Cristo sobre la alfombra que está
bajo el comulgatorio. Doña Asunción no sabe qué hacer. En sus ratos de
oración desagravia al Señor por tal falta de respeto, pero eso no le parece
suficiente. Pregunta y pregunta al Señor, a la Virgen, cuál puede ser la mejor
solución.
Tras varios días de desagravio y actos de amor, le viene a la cabeza un
pensamiento feliz, como una ráfaga, como una inspiración. Eso es lo que va a
hacer: es la mejor solución. Decidida, se cambia de ropa, mira en su monedero
para ver si le alcanzan sus ahorros y sale a la calle. Va de tienda en tienda
hasta que encuentra el artículo que desea y, con él, se dirige a la casa
parroquial.
-Doña Asunción, ¿qué la trae por aquí?
-Mire, padre. Le traigo un regalito.
-Y, ¿qué es ello?
-Verá: estos últimos días he comprobado que la alfombrita que hay bajo el
comulgatorio está muy estropeada. Ni corta ni perezosa he decidido comprar
otra.
-Pero, ¿cómo se le ha ocurrido...? Ni me había fijado en ello.
-Ya sabe, padre, lo que yo pienso: para el Señor, lo mejor que tengamos.
-Bueno, vamos a ver qué tal queda.
Al señor párroco le llama la atención que doña Asunción recoja con una
devoción y un cuidado extremado la alfombrita vieja y la guarde a pesar de que
él insiste en que hay que tirarla. Así queda la escena.
Al cabo de una semana, el señor párroco recibe una llamada telefónica. Es
doña Asunción. Le recuerda que es su cumpleaños y que le ha invitado a comer.
El párroco le promete que va a ser puntual. Y así es: a la hora convenida
está el sacerdote en casa de la señora. Como doña Asunción es buena
cocinera, regala a su párroco con los mejores manjares que encuentra. Además,
doña Asunción piensa que sirviendo a un sacerdote, sirve al mismo Cristo. Tras
la comida, pasan al salón a tomar el café y, al entrar en la salita, el señor
párroco repara su atención en un cuadrito, a modo de relicario, que está en
el centro de la pared.
-Pero, ¿es posible, doña Asunción? ¿Ha hecho usted enmarcar un pedazo de la
vieja alfombra que teníamos en la iglesia?
-Ya ve, padre. Manías de abuela.
-Y, ¿por qué tal tontería?
-Le explicaré, puesto que me lo pregunta. Usted sabe que yo asisto cada día a
la Santa Misa.
-Sí. ¿Qué tiene eso que ver?
-Pues mucho. Hace tiempo me di cuenta de un detalle. Cuando usted viene a darnos
el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como no utiliza la patena, pues caen sobre la
alfombra gotas de la divina Sangre del Señor, siempre sobre el mismo sitio. A
mí me da mucha pena que esto suceda así, cuanto más si la gente que va a
comulgar puede pisarla. Por eso le he regalado una alfombra nueva y con la vieja
he fabricado mi relicario ante el cual rezo cada tarde mi Rosario por la
santificación de los sacerdotes, especialmente por el mío, que es usted.
-El buen párroco, al oír la explicación de su feligresa, sintió que las
lágrimas corrían por sus mejillas y, compungido, se acercó al relicario y lo
besó. Luego se aproximó a doña Asunción para darle las gracias por esa
lección que le había dado con tanta dulzura y caridad.
Ahora ya no da la comunión bajo las dos especies si no es con las medidas
oportunas que ordena la sagrada Liturgia. Ahora ya guarda más respeto hacia la
Sagrada Eucaristía. Ahora, doña Asunción ya no sufre, pero sigue rezando por
la santificación de todos los sacerdotes, especialmente por el de su parroquia.