por el P. Javier Andrés Ferrer, MCR
Recientemente hemos escuchado noticias tristes de nuestros hermanos que
forman la Iglesia católica en China. Ya desde 1949, los cristianos de aquellas
tierras sufren persecuciones, sobre todo a partir del momento en que se instaura
la República Popular China. Nos servirá de botón de muestra el siguiente
dato: en 1949 había en China 3.046 sacerdotes extranjeros. Seis años más
tarde, en enero de 1955, sólo quedaban 40 en libertad y18 en la cárcel. Los
restantes habían sido expulsados de China, después de haberles molestado,
encarcelado y difamado ante sus propios fieles mediante procesos espectaculares.
Uno de estos misioneros expulsados de China, el padre Lucas Fransen, nos relata
un hecho que, de seguro, fue muy del agrado del Corazón de Cristo, pero triste
para incluirlo en la historia de los hombres.
Cierto día, un inspector de enseñanza comunista entró en la escuela
parroquial que dirigía el padre Fransen, acompañado de cuatro soldados, con
sus armas y cargados de municiones. Avanzó hasta el estrado y arrojó al suelo
el crucifijo que presidía la clase. Luego, con voz enérgica y airada, habló a
los niños diciéndoles que "todas las imágenes religiosas eran
antipatrióticas". Les mandó levantarse uno por uno para que tiraran sobre
el crucifijo las estampas que tuvieran en su poder.
Todos los niños, acobardados ante semejantes gritos, obedecieron al punto.
Solamente una niña de 13 años permaneció en su lugar. Sus pequeñas manos
apretaban con calor una estampa que le había dado el padre y que representaba
una escena evangélica. Al pie de la estampa estaba escrito: Dejad que los
niños se acerquen a Mí.
El inspector, al ver que la niña no le obedecía, palideció de ira e incitó a
la criatura para que le enseñara la estampa. Pero la niña se opuso con todas
sus fuerzas. Y aquel inspector de enseñanza, hecho su corazón una piedra,
comenzó a abofetear a la niña para que soltase la estampa. La niña no la
soltaba. Cansado ya el inspector y viendo que las mejillas de aquella niña
empezaban a arder, ordenó a uno de los soldados que llamara a su padre.
Los soldados recibieron orden de congregar a todos los hombres del pueblo y los
metieron en la iglesia. La niña y su padre estaban de pie ante el comulgatorio
con las manos atadas a la espalda.
Aquel inspector subió al presbiterio, se puso junto al Sagrario y pronunció un
discurso contra la doctrina de la Iglesia riéndose especialmente de la
Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Acabada su perorata, ordenó a
los soldados que destruyeran el Sagrario. Luego, sacó el copón con rabia y
esparció las Sagradas Formas por todo el presbiterio con aire despreciativo.
El mismo padre Fransen, desde una habitación contigua donde estaba encarcelado
fue testigo de esta terrible profanación e, impotente, desde su celda iba
contemplando, con lágrimas en los ojos, lo que hacían aquellos hombres con el
Señor. La iglesia fue evacuada, el padre de la niña llevado a la cárcel y la
pobre muchacha quedó en la iglesia. No pudiendo soportar tamaño dolor por ver
a su Jesús de esa manera tratado, cayó desmayada al pie de la columna. Una
buena mujer, cuando ya no había nadie en la iglesia, la tomó en sus brazos y
la llevó a su casa.
Al día siguiente, muy de mañana, estaba el padre Fransen, desde su ventana
haciendo actos de reparación ante el Señor Sacramentado que yacía tirado
sobre el suelo de la iglesia, cuando vio entrar por la puerta a la niña de 13
años. La observó atentamente y pudo ver cómo aquel ángel se arrodillaba ante
unas de aquellas Sagradas Formas, se recogía unos instantes y, luego, con su
lengua -para ni siquiera tocarlo con sus dedos- recogía del suelo a Jesús
Sacramentado. Allí, en aquel mismo lugar, se volvía a recoger para hacer su
acción de gracias. Acabada ésta, se volvía hacia otra Forma y hacía la
genuflexión. Luego se iba haciendo la señal de la cruz. Esto mismo se repitió
varios días seguidos.
¡Qué contento estaría Jesús, al verse amado y honrado por esta angelical
niña china, que le desagraviaba por tan horribles profanaciones!
Pasados unos días, estaba el padre Fransen embelesado con la actuación de la
niña cuando, en el momento en que se preparaba para recibir al Señor, ve
entrar en la iglesia a uno de aquellos soldados. Entraba de puntillas, sin hacer
ruido, para expiar a la niña que no se había dado cuenta de su presencia. El
padre Fransen nada podía hacer. Gritó al ver cómo aquel soldado sacaba de su
cartuchera un revólver y apuntaba hacia la niña que se disponía a comulgar el
Cuerpo de Cristo. Pero la niña no lo pudo escuchar. Sacudida por el disparo,
cayó sobre el suelo de la iglesia derramando su sangre por el buen Dios a quien
tanto amaba. Todavía le quedaron fuerzas para arrastrarse un poco hasta la
Forma más próxima. Sacó su lengua y comulgó a Cristo. Fue lo último que
hizo. La acción de gracias ya fue en el cielo.
La gente del pueblo pidió un funeral para la niña y aquellos soldados dejaron
salir de su celda al padre Fransen para oficiarlo. Al salir del cementerio, la
policía secreta puso en un coche al padre y, trasladado hasta la frontera de
Hong-Kong, lo expulsó de China.