por Don
Antoine Marie, O.S.B.
Abadía Saint-Joseph de Clairval
Nagasaki fue la ciudad japonesa mártir que quedó arrasada por la segunda bomba atómica norteamericana el 11 de agosto de 1945. El centro de la terrible explosión se situó en el barrio de Ulakami, habitado en su mayoría por los católicos de la ciudad. Los descendientes en la fe, y algunos por vínculos familiares, del centenar de mártires crucificados en la famosa colina que domina la ciudad, quedaron aniquilados como consecuencia de la destructora onda radiactiva. Fue un duro golpe para la cristiandad del Japón, que concentraba la mayor parte de sus fieles en Nagasaki.
Toda aquella hermosa tierra, la más amada de san Francisco Javier, se hubiera convertido pronto a la fe cristiana por el celo de los misioneros que le sucedieron, de no haber estallado la cruel persecución que deshizo aquella floreciente cristiandad.
La celebración de los 450 años de la llegada de san Francisco Javier al Japón, nos impele a elevar al cielo una fervorosa oración para que se acelere la hora dichosísima de la entrada en la Iglesia de aquel imperio que dará tanta gloria a Dios. Que la intercesión de san Francisco Javier y la de los mártires de Nagasaki alcancen esa gracia que marcará la historia. Convertido el Japón, se convertirá China, que será también de Cristo Rey.
A. M.
En 1985 se organizaron diferentes ceremonias en Hiroshima y Nagasaki, Japón, en memoria de las víctimas de las bombas atómicas lanzadas sobre las dos ciudades, cuarenta años después. Un testigo ocular de aquellas celebraciones decía: "En Hiroshima hay amargura y alboroto; todo es muy político... El símbolo podría ser un puño cerrado de ira. En Nagasaki hay tristeza, pero también calma y reflexión, no hay política, sino plegarias. No se reprueba a los Estados Unidos, sino que se llora por el pecado de la guerra y, en especial, de la guerra nuclear. El símbolo sería unas manos juntas para rezar". La influencia del doctor Takashi Nagai explica, mejor que ninguna otra cosa, el clima de espiritualidad que reinaba aquel día en Nagasaki. Un sacerdote decía de él lo siguiente: "Sólo si conseguimos tener un poco de aquella fe que poseía Nagai en la providencia del Padre Eterno y en el valor universal de la muerte de Jesucristo, podremos afrontar en paz cualquier acontecimiento". Pero, ¿quién era ese doctor Nagai?
Takashi Nagai había nacido en 1908 en Isumo, cerca de Hiroshima, en el seno de una familia con cinco hijos y de religión sintoísta. En 1928 ingresa en la facultad de medicina de Nagasaki. "Desde la época de mis estudios de secundaria -escribirá más tarde- me había convertido en prisionero del materialismo. Nada más ingresar en la facultad de medicina me obligaron a diseccionar cadáveres... Sentía gran admiración por la maravillosa estructura del conjunto del cuerpo humano, por la minuciosa organización de sus más pequeñas partes. Pero aquello que estaba manejando no era más que pura materia. ¿Y el alma? Un fantasma inventado por unos impostores para engañar a la gente sencilla".
Un día de 1930 recibe un telegrama de su padre: "¡Ven a casa!".
Presintiendo alguna desgracia, parte a toda prisa. Al llegar, se entera con
estupor de que su madre ha sufrido un ataque y de que ha perdido el habla. Se
sienta a su lado y lee en su mirada un último adiós. Aquella experiencia de la
muerte cambiará su vida: "Con su última y penetrante mirada, mi madre
derrumbó el marco ideológico que yo había construido. Aquella mujer, que me
había dado la vida y que me había educado, aquella mujer que no había tenido
ni un momento de respiro en su amor por mí, me habló con toda claridad en los
últimos instantes de su vida. Su mirada me decía que el espíritu del hombre
sigue viviendo después de la muerte. Todo me llegaba como una intuición, una
intuición que contenía el sabor de la verdad".
Takashi emprende entonces la lectura de los "Pensamientos" de Pascal,
autor francés del siglo XVII, poeta y erudito. "El alma, la eternidad...
Dios. ¡Así que el físico Pascal, nuestro gran predecesor, había admitido con
seriedad aquellas cosas!, se dijo. ¡Ese incomparable sabio creía
verdaderamente en ello! ¿En qué consistía aquella fe católica para que el
sabio Pascal la aceptara, sin contradecir por ello su ciencia?" Pascal
explica que a Dios se le puede encontrar mediante la fe y la oración. Incluso
si todavía no podéis creer -dice- no desatendáis la oración ni la asistencia
a la Misa. Si me siento siempre dispuesto a comprobar una hipótesis en el
laboratorio -piensa Nagai-, ¿por qué no probar esa oración en la que tanto
insiste Pascal? Y toma la decisión de buscar una familia católica que le
acepte como pensionista durante sus estudios. Aquello le permitirá conocer el
catolicismo y la oración cristiana.
Es acogido en la familia Moriyama. El señor Moriyama, tratante de ganado,
desciende de uno de esos antiguos linajes cristianos que, a lo largo de 250
años de persecuciones, supieron conservar la fe que san Francisco Javier llevó
hasta el Japón. La pureza de aquella fe cristiana asombra al joven Nagai:
¡unos humildes granjeros le enseñan con su ejemplo aquello en lo que había
creído el gran sabio Pascal!
En marzo de 1932, una grave otitis le deja sordo del oído derecho, trastornando
con ello sus proyectos de futuro; al no poder hacer uso del estetoscopio, debe
renunciar a la medicina general, orientando entonces sus estudios hacia la
medicina radiológica, que inicia su andadura en Japón, y que le hace tomar
conciencia de las enormes posibilidades que esta ciencia ofrece a los médicos
para descubrir el origen de las enfermedades.
El señor y la señora Moriyama tienen una hija, Midori, maestra en otra ciudad.
Los tres rezan por la conversión de Takashi, pensando que quizás Dios lo haya
enviado con este propósito. El 25 de diciembre de 1932, Midori se encuentra en
casa de sus padres con motivo de la Navidad. -Doctor -pregunta el señor
Moriyama a Takashi-, por qué no viene con nosotros a la Misa del gallo? -¡Pero
si no soy cristiano! -No importa, tampoco lo eran los pastores y los Reyes Magos
que acudieron al establo. Sin embargo, cuando vieron al Niño creyeron. Si no
viene a rezar a la iglesia, nunca llegará a creer.
Después de unos instantes, Nagai es el primero en sorprenderse cuando responde:
-Sí, me gustaría acompañarles esta noche.
Cinco mil cristianos llenan la catedral, cantando todos el mismo Credo en
latín. Nagai queda fuertemente impresionado y alentado en su reflexión sobre
la religión católica, pero sin dejarse convencer.
Una noche, el señor Moriyama acude a despertar a Takashi: Midori se retuerce
de dolor en su lecho. El joven médico diagnostica enseguida una apendicitis
aguda, y oye cómo el señor Moriyama murmura: "Es la voluntad de Dios.
¿Quién sabe qué gracia nos depara?"
A pesar de la abundante nieve, Takashi corre a la escuela vecina para telefonear
al hospital: -¿Oiga? ¿Oiga? El 32 00, por favor, es urgente... ¿Oiga? Aquí
Nagai. ¿Quién está de guardia esta noche? Bien, ¿puede llamarlo, por favor?
Acude a la llamada un amigo suyo, y Nagai le pregunta si puede realizar de
inmediato una apendicectomía. Ante una respuesta afirmativa, Takashi regresa a
buscar a Midori: -Con toda esta nieve, llamar a un taxi sería una pérdida de
tiempo. No podemos arriesgarnos a esperar. Y, dirigiéndose al señor Moriyama:
-Si usted va delante con la linterna, yo mismo puedo llevar en brazos a Midori.
Durante el trayecto, Takashi se percata de que el corazón de Midori late cada
vez más deprisa y de que está ardiendo de fiebre. Su vida corre peligro, por
lo que apresura el paso. ¡Por fin llegan al hospital! La sala de operaciones
está preparada y, siete minutos después, todo ha terminado. Midori está a
salvo. En agradecimiento, ella hará todo lo posible para obtener la conversión
de su salvador.
Al año siguiente, Takashi es movilizado por el ejército japonés y parte a
combatir contra los chinos en Manchuria. En un paquete enviado por Midori hay un
pequeño catecismo que lee con interés. Al cabo de un año regresa a su país,
casi desesperado por la toma de conciencia sobre los desórdenes de su vida y
por el recuerdo de los terribles espectáculos de la guerra. Se dirige entonces
a la catedral de Nagasaki, donde un sacerdote japonés le recibe y conversa con
él durante mucho tiempo. Animado por aquella entrevista, Takashi reanuda su
trabajo de radiología y empieza a estudiar la Biblia, la liturgia y las
oraciones de los católicos. Pero las exigencias morales del Evangelio y la
necesidad de separarse de los lazos religiosos sintoístas de su familia siguen
siendo un obstáculo para su conversión.
Un día, en medio de sus dudas, retoma los "Pensamientos" de Pascal y
se le presenta una frase que llama su atención: "Hay suficiente luz para
quienes sólo desean ver, y bastante oscuridad para quienes mantienen una
disposición contraria". De repente, todo queda claro para él. Toma una
decisión y pide el bautismo, que recibe en junio de 1934, con el nombre de
Pablo, en recuerdo de san Pablo Miki, mártir japonés crucificado en Nagasaki
en 1597.
Dos meses después se casa con Midori, pero antes ha querido que ésta conociera
los graves riesgos a los que se expone por su profesión. En efecto, pues los
radiólogos de la época no tenían medios para protegerse suficientemente de
los rayos X. Midori comprende el peligro que corre la vida de Takashi, pero
entiende sus puntos de vista y comparte su ideal de "pionero" para
salvar vidas humanas. Nagai se convertirá en algo más que un médico, en un
apóstol de la caridad para con el prójimo. Escribe lo siguiente: "La
labor del médico consiste en sufrir y en alegrarse con sus pacientes, en
ingeniárselas para disminuir los sufrimientos como si fueran los suyos propios.
Hay que simpatizar con su dolor. A fin de cuentas, no obstante, quien cura al
enfermo no es el médico sino la complacencia divina. Una vez se ha comprendido
eso, el diagnóstico médico engendra la oración".
Movilizado de nuevo entre junio de 1937 y marzo de 1949, participa como médico
en la guerra chino-japonesa. Su dedicación a todos, se trate de militares
japoneses o de chinos, de mujeres, niños y ancianos arrastrados sin piedad a
terribles matanzas, ha tomado un cariz heroico. A su regreso al Japón, las
peticiones de radiografías se multiplican. Muy pronto, Takashi constata en sus
manos unas marcas inquietantes y, además, se encuentra muchas veces agotado. En
su diario anota que, en ocasiones, cuando se siente completamente decaído,
cierra la puerta y se sienta ante la estatua de María que tiene en su despacho,
rezando el Rosario y recuperando de este modo poco a poco la paz interior.
Un colega de Takashi le persuade sobre la conveniencia de hacerse una
radiografía. Una mañana de junio de 1945 cumple con ello: -Prepare el aparato,
dice a su ayudante. -Pero, doctor, aún no ha llegado ningún paciente. -Yo soy
el paciente, responde Nagai mostrando su pecho. -¿Y el médico? -¡Aquí
está!, dice señalando sus ojos.
Al ver la radiografía, Nagai se queda sin respiración. En el lado izquierdo
aparece una ancha placa negra: hipertrofia del bazo, por lo que el diagnóstico
es una leucemia. Takashi murmura: "Señor, no soy más que un siervo
inútil. Protege a Midori y a nuestros dos hijos. Hágase en mí según tu
voluntad". El doctor Kageura, jefe del departamento de medicina interna,
confirma su análisis: "Leucemia crónica. Duración de la vida: tres
años". Había empleado su vida en curar un gran número de enfermos, que
nadie más que él habría podido radiografiar.
De regreso a casa, Takashi se lo revela todo a Midori, quien cae arrodillada
ante el crucifijo que su familia había guardado durante los 250 años de
persecuciones y reza durante largo tiempo, sollozando constantemente, hasta que
su alma recupera la paz. También Nagai reza; siente remordimientos por haberse
dedicado con ahínco a su trabajo, sin pensar lo suficiente en su esposa. Pero
Midori sabe estar a la altura de las circunstancias. Al día siguiente un hombre
nuevo se dirige a su trabajo: la aceptación total de la tragedia por parte de
Midori y su negativa a oír hablar de "negligencia" le han colmado de
fuerzas.
9 de agosto de 1945, once horas y dos minutos. Un destello cegador. Acaba de
estallar una bomba atómica en Urakami, el barrio norte de Nagasaki. En medio de
la guerra que les opone al Japón, los dirigentes de los Estados Unidos han
recurrido a una nueva y terrorífica arma: la bomba atómica. Una primera bomba
ha sido lanzada sobre Hiroshima, y una segunda devasta Nagasaki. Las
consecuencias son las siguientes: 9.000º de temperatura, 72.000 muertos
y100.000 heridos. En la facultad de medicina, situada a 700 metros del centro de
la explosión, Nagai, que se encuentra clasificando placas de radiografías, es
lanzado al suelo, con el costado acribillado de trozos de cristal. La sangre
brota en abundancia de su sien derecha..., los objetos se arremolinan como las
hojas muertas en otoño. Muy pronto aparece una oleada ininterrumpida de
heridos: siluetas ensangrentadas, ropas desgarradas, cabellos quemados, que
acuden a la entrada del hospital... Una visión dantesca.
El incendio se aproxima al hospital. Los pacientes son evacuados hacia la
cumbre de una colina próxima. Nagai se desvive hasta el límite de sus fuerzas.
A las dieciséis horas, el incendio alcanza el departamento de radiología.
Trece años de investigaciones, los instrumentos, una valiosa documentación,
todo queda reducido a cenizas. El 10 de agosto transcurre entre curaciones de
heridos. El 11 el trabajo se hace algo menos apremiante, y Takashi parte en
busca de Midori, que se había quedado en casa, mientras que los hijos y la
abuela se encontraban seguros en la montaña desde el 7 de agosto. Le resulta
muy difícil encontrar la ubicación de su casa en una zona llena de tejas y de
cenizas. De repente, descubre los restos carbonizados de su esposa. Postrado de
rodillas, reza y llora, recogiendo después los huesos en un recipiente. Algo
brilla débilmente en el polvo de los huesos de la mano derecha: ¡es su
rosario!
Inclinando la cabeza dice: "Dios mío, te doy las gracias por haberle
permitido morir rezando. María, Madre de los Dolores, gracias por haberla
acompañado en la hora de la muerte... Jesús, Tú que llevaste la pesada cruz
hasta ser crucificado, ahora acabas de esparcir una luz de paz sobre el misterio
del sufrimiento y de la muerte, la de Midori y la mía... Extraño destino:
tenía tan asumido que sería Midori quien me conduciría a la tumba... sus
pobres restos descansan ahora en mis brazos... Su voz parece murmurar: debes
perdonar, debes perdonar". El perdón de Nagai será perfecto, y ayudará a
que los desalentados cristianos que han perdido a sus familias consideren la
bomba atómica como algo que formaba parte de la providencia de Dios, que
siempre extrae el bien del mal.
El 15 de agosto de 1945, a mediodía, la radio transmite un mensaje del
emperador anunciando la capitulación del Japón. A principios de septiembre,
Nagai agoniza. Las radiaciones de la bomba atómica han agravado su enfermedad.
Recibe los últimos sacramentos y dice: "Muero contento", y luego
entra en semicoma. Le traen agua de la gruta de Lourdes construida no muy lejos
de allí por el padre Maximiliano María Kolbe. "Oí -escribirá- una voz
que me decía que debía pedir al padre Maximiliano Kolbe que rezara por mí. Yo
lo hice y, después, me dirigí a Jesucristo y le dije: Señor, en tus manos
divinas me encomiendo". Al día siguiente Takashi se encuentra fuera de
peligro y atribuye al padre Kolbe (hoy canonizado) la remisión de seis años
que le deja la enfermedad.
Mientras los habitantes del lugar temen volver a Urakami, Nagai declara:
"¡Yo quiero ser el primero en vivir allí!". Se construye un refugio
cerca de su antigua casa, con algunas chapas apoyadas en los restos de un muro,
y coloca delante dos piedras formando un fogón improvisado sobre el que cuelga
un caldero. Al lado hay una vieja botella sin cuello; su reserva de agua. Como
única ropa cuenta con uno de los uniformes de marino que el ejército ha
distribuido a los siniestrados. Al empezar a desescombrar la casa, descubre el
crucifijo que había pertenecido al altar de la familia. "He sido
desposeído de todo -dice- y sólo he encontrado ese crucifijo".
El 23 de noviembre de 1945, Nagai es invitado a tomar la palabra en una Misa de
réquiem celebrada junto a los escombros de la catedral de Urakami. El
holocausto de Jesucristo en el Calvario ilumina y confiere significado al
holocausto de Nagasaki: "En la mañana del 9 de agosto -dice Tagashi- una
bomba atómica explosionaba en nuestro barrio. En un instante, 8.000 cristianos
fueron llamados a la presencia de Dios... En la medianoche de aquel día,
nuestra catedral se incendió de repente y se consumió. En aquel mismo
instante, en el palacio imperial, Su Majestad el Emperador dio a conocer su
decisión... El 15 de agosto, se promulgó oficialmente el edicto imperial que
ponía fin a los combates, y el mundo entero percibió la luz de la paz. El 15
de agosto es también la solemnidad de la Asunción de María, y no es una
casualidad que la catedral de Urakami estuviera consagrada a Ella... Es evidente
que existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana
y el fin de la guerra. Nagasaki era sin duda la víctima elegida, el cordero sin
mancha, holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, aniquilado por los
pecados de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial... ¡Debemos
agradecer que Nagasaki haya sido elegida para ese holocausto! Debemos
agradecerlo, porque a través de ese sacrificio ha llegado la paz al mundo, así
como la libertad religiosa al Japón".
Durante la primavera de 1947, la enfermedad de Takashi le obliga a permanecer
en cama en su cabaña. Se ve obligado a renunciar a su cargo de profesor, por lo
que se queda sin recursos. "Mi mente aún trabaja -dice-. Los ojos, los
oídos, las manos y los dedos están aún en buenas condiciones". Y se pone
a escribir, redactando una compilación de consejos para sus hijos Makoto y
Kayano, aún muy jóvenes: "Queridos hijos, amad a vuestro prójimo como a
vosotros mismos. Os dejo estas palabras como herencia. Con ellas comienzo este
escrito; puede que lo concluya también con ellas y que con ellas
recapitule". Habría bastado su propio ejemplo para imprimir ese mensaje en
sus corazones, pues toda la existencia de su padre no fue sino un heroico
servicio hacia el prójimo, servicio que en aquel momento le conducía a la
muerte. Y Nagai quiere consagrarse a ese servicio hasta sus últimos momentos.
Acostado boca arriba, utiliza para escribir una tablilla de dibujo como las que
emplean los escolares. En ella anota lo siguiente: "Al despertarme a la una
de la madrugada había desaparecido la fiebre; después de tomarme el café del
termo, he podido escribir hasta las siete de la mañana; ¡he adelantado mucho
trabajo!". Muy pronto sólo podrá escribir durante la noche, pues recibe
muchas visitas por la mañana y durante todo el día, pero él no demuestra
ninguna impaciencia: "Es algo que me fastidia -escribe-, pero ya que son
tan amables de venir a verme, debo intentar derramar algo de alegría en sus
corazones y hablarles de nuestra esperanza católica. No puedo
despacharlos".
En esas difíciles circunstancias, escribe y publica quince volúmenes en cuatro
años. ¿Qué objetivo se propone con sus escritos? En primer lugar, presentar
una fiel sinopsis de la explosión atómica, a través de su experiencia
excepcional y de su competencia personal; en segundo lugar, trabajar para el
restablecimiento de la paz. Convencido sobre todo de que una paz duradera
solamente puede basarse en el espíritu del amor que resplandece en la doctrina
católica, considera que su vocación debe ser la de propagar el mensaje
cristiano.
Al final de su libro "Las campanas de Nagasaki" escribe lo
siguiente: "¿La humanidad podrá ser feliz en la era atómica? ¿O será
desdichada? ¿Cómo iba a utilizarse esa arma de doble filo escondida por Dios
en el universo y descubierta ahora por el hombre? Un uso correcto podría
permitir un rápido progreso de la civilización, pero un uso inadecuado podría
destruir el mundo. La decisión reside en el libre albedrío del hombre, que
tiene su destino en sus propias manos. Cuando uno piensa en ello le invade el
terror y, por mi parte, creo que la única garantía en este campo reside en un
verdadero espíritu religioso... De rodillas entre las cenizas del desierto
atómico, rezamos para que Urakami sea la última víctima de la bomba. Suena la
campaña... ¡Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos
a ti".
En marzo de 1951 el estado de salud del médico es alarmante, sin que por ello
se vea alterado su habitual buen humor. En abril escribe su último libro y,
nada más terminarlo, sufre una hemorragia cerebral. Lo llevan al hospital, y
allí pierde el conocimiento. Al volver en sí, dice en voz alta: "Jesús,
José y María", y luego dice débilmente: "en vuestras manos entrego
el alma mía". Conmovida, la enfermera entrega el gran crucifijo de la
familia a Makoto, su hijo, para que se lo dé a su padre, quien lo toma y
profiere con voz sorprendentemente fuerte: "Rezad, por favor, rezad...
", y enseguida llega el final... aunque, en realidad, todo empieza en Dios,
y Nagai vuelve a encontrarse "junto a Midori", como lo había deseado
seis años antes. Es el uno de mayo, primer día del mes de María.
Durante las exequias, en la catedral de Urakami, el alcalde de Nagasaki da
solemne lectura a 300 mensajes de pésame, comenzando por el del primer
ministro. Al final de la ceremonia, la multitud se pone en marcha hacia el
cementerio, a un kilómetro y medio en dirección al sur; cuando el
encabezamiento de la procesión llega al cementerio, la mayor parte de la gente
se encuentra todavía en la catedral. Takashi Nagai es enterrado junto a Midori.
Para la tumba de ésta, él había elegido como epitafio: He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38); para la suya: Somos
siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,10). Su influencia
se expande gracias a sus libros (a partir de 1948, todo el mundo los leía en
Japón), que contribuyen grandemente a la educación social de sus conciudadanos
y a la evangelización de su país.
Pidamos a la santísima Virgen y a san José, para nosotros y para todos
nuestros seres queridos, una verdadera conversión, un amor hacia el prójimo
que llegue hasta el supremo sacrificio, así como una muerte en santidad que nos
dé acceso a la eterna felicidad del cielo.