SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE, JESUITA,
APÓSTOL DEL CORAZÓN DE JESÚS
(1641-1682)
por Andrés Molina Prieto, pbro.
San Claudio de la Colombière nació el 2 de febrero de 1641, fiesta de la
Presentación del Señor, y fue el tercer hijo del matrimonio Bertrand de la
Colombière y Margarita Coindat. Vio la luz en el pequeño pueblo francés de St.
Symphrien d'Ozon, entonces diócesis de Lión aunque con dependencia civil de
Viena del Delfinado, a donde el año 1650 se trasladó la familia. En esta fecha
Claudio fue enviado al colegio lionés de Nuestra Señora del Socorro, regido
por los padres jesuitas. Aunque había recibido una esmerada educación
cristiana en el seno de su ejemplar familia a la que los Anales de la
Visitación llamaban "familia de santos", el ritmo de su piedad se
intensifica en el ambiente piadoso del gran Colegio de la Trinidad. Bajo la
dirección de eminentes maestros de Humanidades y Retórica, sigue los cursos
normales destacando por sus aptitudes y aprovechamiento.
Siente surgir, no sin repugnancia -como él confiesa- la vocación religiosa, y
a los diecisiete años, en 1658, se decide a ingresar en la Compañía de
Jesús, en Avignon, donde inicia el noviciado. Había vencido aquella
"horrible aversión" ante la entrega total al Señor, convencido de
que "los planes de Dios nunca se realizan sino a costa de grandes
sacrificios". Hizo sus votos perpetuos el 20 de octubre de 1660, comenzando
a cursar el tercer año de filosofía. Fallece este mismo año su buena madre,
quien en el lecho de muerte le había profetizado: "Hijo mío, tú tienes
que ser un santo religioso".
La ciudad de Avignon vive jornadas muy revueltas a consecuencia de las
disensiones entre el Papa Inocencio XI -hoy Beato- y Luis XIV que manda
invadirla. Pacificada la situación, Avignon celebra con la mayor solemnidad la
canonización de san Francisco de Sales. Claudio, que había dado pruebas de un
gran talento oratorio, tuvo participación muy destacada en el octavario,
impresionando mucho a los oyentes.
"Yo te enviaré a mi siervo fiel y perfecto amigo"
En 1666 es destinado al colegio de Clermont, en París, próximo a la Sorbona.
El ambiente religioso está muy caldeado por el recuerdo de san Vicente de
Paúl, la recia obra de espiritualidad iniciada por Berulle y Olier, y el drama
jansenista desarrollado ya con toda su fuerza en el convento de Port Royal,
además del problema planteado por los errores quietistas de Molinos.
Desde 1670 a 1674 trabaja de nuevo en Lión como excelente maestro y director de
la Congregación mariana. Era predicador en la ciudad y tuvo numerosas ocasiones
de ejercitar su ministerio con abundantes frutos, dada la preparación
extraordinaria de que gozaba. Sobreviene en esta época el gran giro espiritual
de su vida, con motivo de hacer la tercera probación que daría los últimos
retoques a una formación jesuítica muy sólida y completa. Después de emitir
los votos solemnes, es destinado en 1675 como superior de la residencia y del
colegio que funcionaban en Paray-le-Monial. El sobrenombre de monial, monacal,
procedía de una famosa abadía cisterciense radicada en su ámbito. El P. La
Colombière se siente estrechamente vinculado a Cristo y ha hecho de su
profesión religiosa el punto de arranque de una generosidad total.
Cuando llega a Paray es ya famoso un monasterio de la Visitación de monjas
salesas, llamado así por el fundador, san Francisco de Sales, quien en unión
de santa Juana Francisca de Chantal puso en marcha la nueva Orden muy en auge.
El monasterio se ha convertido en un poderoso foco de irradiación espiritual
gracias a las revelaciones y apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a una
humilde religiosa llamada Margarita María de Alacoque, que se ve juzgada de
maneras muy diversas y a quien se le achaca una enfermiza sensibilidad. Muchos
piensan que podría tratarse de meras ilusiones y no de auténticas confidencias
divinas.
¿Era el demonio produciendo falsos espejismos o era Dios el que actuaba?
Margarita María se encuentra en extrema aflicción, mientras el Señor le dice:
"Vive tranquila. Yo te enviaré a mi siervo fiel y perfecto amigo que te
enseñará a conocerme y a abandonarte a Mí". Tal fue la misión del P. La
Colombière en Paray-le-Monial. Desde el primer contacto en el locutorio del
monasterio, la santa sabe que tiene delante a quien Dios le envía para
dirigirla con seguridad y acierto en los planes providenciales que el Divino
Corazón le había confiado. No faltaron críticas ni juicios desfavorables para
la prudente actuación del virtuoso jesuita. Él todo lo padece en silencio,
abandonado por completo a la amorosa providencia de Dios.
En la "tranquila actividad" de la vida divina
El campo de su actuación ministerial se ensancha: religiosas, sacerdotes,
madres y padres de familia, jóvenes congregantes experimentan su influjo
edificante. Cuando hoy leemos el Epistolario de san Claudio, quedamos
sorprendidos de cómo pudo calar tan hondamente en las almas durante el corto
período de año y medio que permaneció en la villa parediana.
A mediados de 1676 dejó Paray para dirigirse a Londres con una misión
dificilísima. Se le solicita en la corte inglesa como capellán y predicador de
la duquesa de York, católica y francesa, casada con el hermano del rey. Habitó
en el palacio de Saint James, aunque jamás se acercó a la ventana para mirar
al río Támesis, ni permitió encender fuego en su propia cámara. Su
predicación convirtió la capilla del palacio en lugar de consuelo para los
sufridos católicos ingleses. Eran sermones exquisitamente preparados que se han
reeditado varias veces en Francia como obras religiosas de gran altura doctrinal
y literaria.
Se entrega incansablemente a la dirección espiritual y al sacramento de la
penitencia. Debido a las insidias de un sacerdote apóstata, se vio envuelto por
calumniosas acusaciones en la conspiración amañada por Tito Oates. Bajo el
pretexto de viles patrañas, fue detenido el 24 de noviembre de 1678 y conducido
a la cárcel. La supuesta conspiración o complot papista -Popish Piot-
inventado por Oates y azuzado por protestantes sectarios y ambiciosos, se cebó
en el santo. Aunque nada se le puede probar en relación con la falsa
conjuración, es devuelto a la cárcel. Allí comienzan a manifestarse los
primeros vómitos de sangre.
Una piadosa intervención del rey Luis XIV le salva la vida. A mediados de 1679
puede regresar a Francia. Pocos meses después, tras un breve paréntesis como
director espiritual de los filósofos jesuitas en Lión, se le destina de nuevo
a Paray, después de dos años de ausencia. Su salud se muestra enormemente
quebrantada; ya no puede vestirse por sí mismo. Santa Margarita contempla la
ruina física de su admirable director y no se atreve a pedir por su salud
"porque cada vez que lo hace, él empeora". Añade la visitandina:
"Tal vez Dios lo permita así a fin de que tenga más tiempo para hablar a
su gusto con el Corazón divino".
El sacrificio total de su vida no se demora mucho: se agrava de día en día. El
15 de febrero de 1682 expira santamente cuando acaba de cumplir los 41 años.
Fue beatificado por el Papa Pío XI el 16 de junio de 1929, a los cuatro meses
de la firma del Tratado de Letrán entre la Santa Sede y el gobierno italiano,
que dio origen al Estado Vaticano. Juan Pablo II canonizó, en Roma, el 31 de
mayo de 1992, a este gran apóstol del Corazón de Jesús.
TESTIMONIO ESPIRITUAL
En el retiro espiritual de 1674 había escrito este propósito programático:
Dios mío, quiero hacerme santo entre Vos y yo. No extraña que santa Margarita
confortara así, después de los funerales, a una persona que lloraba
amargamente su pronta desaparición: Deje ya de afligirse. Invóquelo con toda
confianza porque él puede socorrernos. Sabía muy bien la gran vidente y
confidente del Divino Corazón que el P. Claudio de la Colombière era un alma
elegida para difundir su culto en toda la Iglesia. Efectivamente, en una carta
escrita por el santo desde la corte de Londres, en la que vivió, según su
propio testimonio, "como si estuviera en un desierto", escribe estas
palabras claramente reveladoras de su misión en el mensaje de Paray: El buen
Dios quiere valerse de mis débiles servicios en la ejecución de este designio.
La misma santa Margarita atestigua cómo cumplió el P. La Colombière la tarea
encomendada, y ofrece al mismo tiempo la clave para comprender el ritmo veloz de
su prodigioso adelantamiento espiritual: "Se había consagrado enteramente
al Corazón de Jesucristo y no suspiraba más que por hacerle amar, honrar y
glorificar. Tengo para mí que esto fue lo que le elevó a tan alta perfección
en tan poco tiempo".
El perfil espiritual del P. La Colombière emerge, nítido y arrollador, de sus
Escritos, editados por el P. Igartua, uno de sus mejores biógrafos, a quien
seguimos con preferencia. Es oportuno advertir que todas las obras del santo
fueron publicadas después de su muerte. En 1684 aparecen en Lión sus
Reflexiones cristianas y las Diez meditaciones sobre la Pasión, publicadas
conjuntamente con los Sermones que en la edición de Charrier ocupan cuatro
gruesos volúmenes.
En 1715 aparecen las Cartas espirituales que en la edición de Igartua suman
148. Vieron también la luz otros trabajos de índole humanística y literaria
que no nos interesan aquí. Hoy, bajo el epígrafe de Escritos espirituales, se
agrupan principalmente diversos apuntes autobiográficos, notas de retiros y
oraciones llenas de suavísima unción.
Profundamente ignaciano
Su doctrina no es en modo alguno original ni aporta especiales elementos que
pudieran caracterizar una nueva escuela espiritual. Ha asimilado sencilla y
profundamente el pensamiento ignaciano y ha aprovechado muy bien la segura
línea doctrinal de valiosos autores espirituales franceses. Acentúa con
énfasis el cumplimiento de la voluntad divina, la mortificación de los
sentidos, el abandono en manos de la Providencia, la fidelidad a la gracia, y de
manera singular, según el encargo recibido del cielo, la devoción al Corazón
de Cristo en un sentido total, es decir, como programa de vida cristiana capaz
de las máximas ascensiones místicas.
San Claudio mantuvo en todo momento un interés grande por los escritos de los
místicos y se familiarizó con su doctrina. Todo cuanto salió de su pluma nos
revela a un hombre lleno sólo de Dios. Hace bastantes años tuve el consuelo de
visitar su tumba en la pequeña iglesia de los jesuitas de Paray, y de
contemplar la admirable estatua yacente y la urna de cristal con sus sagradas
reliquias. Me produjo una imborrable impresión. Su testimonio espiritual está
vinculado a una dulce oración contemplativa, a una humildad sincera que le hizo
conocer toda su miseria, y sobre todo al perfecto olvido de sí mismo, punto
central de su espiritualidad entrañablemente ignaciana y cristocéntrica.
Si reclama el olvido de sí mismo es porque vive convencido de que es el único
camino por el cual se puede entrar en el Sagrado Corazón. En la carta 99
dirigida a santa Margarita trasluce del todo el interior de su alma y la visión
de sí mismo. Es un texto antológico, lleno de útiles enseñanzas: "Desde
que estoy enfermo no he sabido otra cosa sino que nos apegamos a nosotros mismos
por muchos lazos imperceptibles, y que si Dios no pone la mano en ello, no los
romperemos nunca. Ni siquiera los conoceremos. Sólo a Él pertenece
santificarnos".
Destaca en el P. Claudio su amor a las Reglas de su Instituto, que le hace
emitir un voto especial de fidelísima observancia. He aquí su pensamiento
concentrado: Mis Reglas son mi tesoro. ¡Oh Santas Reglas! ¡Bienaventurada el
alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!
Intuyó la fuerza de la confianza en el amor de Dios.
Donde más destaca su testimonio espiritual es cuando expone el misterio del
Sagrado Corazón de Jesús y el modo perfecto de vivir consagrados a Él. Ya
dijimos que fue elegido por la Providencia para esta celestial misión, y su
vida es verdaderamente inseparable de la confidente de Paray-le-Monial. La
Iglesia lo reconoce como el Apóstol del Sagrado Corazón de Jesús: su siervo
fiel, perfecto amigo y amador eximio. Le quemaba el alma el fuego del amor de
Cristo y por eso exclama como un lacerante lamento: "¡Que no pueda yo
estar en todas partes, Dios mío, y publicar lo que Vos esperáis de vuestros
servidores y amigos!". Vivió en y para la Eucaristía, en la que se apoya
como el supremo resorte de su vida: Celebraré Misa todos los días. He aquí mi
esperanza y mi único recurso. Poco podría Jesucristo si no pudiese sostenerme
de un día para otro. A través del misterio eucarístico saboreado en el
sufrimiento de su propia enfermedad, descubrió su vocación de víctima a favor
de todas las almas e intuyó evangélicamente la fuerza de la confianza:
"El secreto espiritual es abandonarse sin reserva, en cuanto al pasado y al
porvenir, a la misericordia de Dios".
Es universalmente conocido el maravilloso Acto de confianza tomado de la
peroración a un sermón sobre el amor y el abandono filial en Dios. Charnier lo
recoge en el IV volumen de su obra. Citemos los párrafos finales:
"Demasiado conozco que por mí soy frágil y mudable. Sé cuanto pueden las
tentaciones contra las virtudes más robustas. He visto caer las estrellas del
cielo y las columnas del firmamento, pero nada de eso logra acobardarme.
Mientras yo espere estoy a salvo de toda desgracia, y de que esperaré siempre
estoy cierto, porque espero también esta esperanza invariable. En fin, para mí
es seguro que nunca será demasiado lo que espere de Ti y que nunca tendré
menos de lo que hubiere esperado. Por tanto espero que me sostendrás firme en
los riesgos más eminentes, me defenderás en medio de los ataques más
furiosos, y harás que mi flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos.
Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y
para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse, espero
a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad.
Amén".
Sería suficiente esta admirable plegaria para valorar exactamente la
espiritualidad de un hombre totalmente entregado al Señor. Las líneas maestras
de su vida interior quedan resumidas por él de forma esquemática como sigue:
He aquí algunas palabras que nunca se presentan a mi espíritu sin que la luz,
la paz, la libertad, la dulzura y el amor entren en él al mismo tiempo:
sencillez, confianza, humildad, abandono completo, ninguna reserva, voluntad de
Dios, mis Reglas... Creo firmemente y siento gran placer al creerlo, que Dios
conduce a los que se abandonan a su dirección y que se cuida aun de sus cosas
más pequeñas.
MENSAJE PARA HOY
San Claudio de la Colombière, a tres siglos ya cumplidos de su muerte, nos
habla a todos. Su voz es una invitación a uno de los actos más esenciales de
la vida cristiana: la confianza en el amor paternal de Dios manifestado en el
Corazón de su Hijo encarnado. Nos repite como san Pablo: Porque sé a quien me
he confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día (2
Tim 1,12). Jamás como hoy ha necesitado más el hombre creer en la bondad
infinita del Señor, en su misericordia sin límites para con sus criaturas.
Cabe preguntarse si no será el alejamiento de Dios, por una absurda
desconfianza e indiferencia, lo que afecta más dramáticamente al creyente
contemporáneo. En el "Acto de confianza" ya mencionado hay unas
palabras que nunca se ponderarán lo suficiente: "Que otros esperen la
dicha de sus riquezas o de sus talentos. Que descansen otros en la inocencia de
su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas
obras, o en el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, toda mi confianza se
funda en mi misma confianza".
Si en la vida espiritual de tantos cristianos tuviera mayor presencia esta
confianza filial inquebrantable, habría menos languidez, menos apatía y menos
cansancio. Precisamente la devoción al Sagrado Corazón de Jesucristo, y la
práctica bien entendida de la consagración produce como sabroso fruto, una
certísima confianza en el amor paternal y providencia de Cristo. Y sucede esto
como señalaba santa Margarita porque la consagración proviene del amor, se
hace en el amor y por medio del amor. En los tres documentos más importantes
emanados del magisterio auténtico de la Iglesia, totalmente dedicados al culto
y devoción al Corazón de Jesucristo, como son la encíclica Haurietis Aquas de
Pío XII (15-5-1956), la Annum Sacrum de León XIII (25-5-1899) y la
Miserentissimus Redemptor de Pío XI (8-5-1928) se insiste en la consagración
reparadora y en la confianza evangélica como elementos esenciales de la
devoción al Corazón de Cristo, entendida como una profesión perfecta de vida
cristiana, compendio de toda la religión y norma de vida más perfecta.
Juan Pablo II, en la encíclica Dives in misericordia, insiste en que Cristo ha
venido para revelarnos a Dios Padre que es Amor. Cristo nos hace presente al
Padre en cuanto amor y misericordia. Y añade el Papa: de manera particular Dios
revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la
"misericordia" hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
San Claudio de la Colombière, asociado por voluntad divina a las revelaciones
de Paray-le-Monial, que tanto contribuyeron al desarrollo histórico de la
devoción al Corazón de Jesús como culto al amor del Verbo Encarnado, nos
ofrece el perenne mensaje del Evangelio que no acertamos a descubrir porque no
sabemos situarnos en el mismo centro de la revelación cristiana descrito así,
en inigualable síntesis, por el evangelista san Juan: "Ésta es la vida
eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu Enviado
Jesucristo" (Jn 17,3). Vivir conscientemente la vida de gracia y el dogma
de la inhabitación trinitaria es ya participar de algún modo en la vida eterna
de la que nos habla Jesucristo.
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