Enero 2000

VIDAS PARA DIOS

SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, SANTA CATALINA DE SIENA Y SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ, COPATRONAS DE EUROPA

Por Felipe Romero Cáceres

La reconstrucción de Europa depende de la santidad de los cristianos: es la síntesis de la carta apostólica del Papa "para perpetua memoria" de la proclamación de santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz copatronas de Europa. "La fe cristiana ha plasmado la cultura del continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia". Los cristianos del tercer milenio han de ser "continuadores de esa larga historia de santidad que ha impregnado las diversas regiones de Europa en el curso de estos dos milenios... La Iglesia no duda de que precisamente este tesoro de santidad es el secreto de su pasado y la esperanza de su futuro".

Por ello Juan Pablo II, después de haber proclamado el 31 de diciembre de 1980 copatronos de Europa, junto con san Benito, a dos santos del primer milenio, los hermanos Cirilo y Metodio, pioneros de la evangelización de Oriente, ha decidido ahora "integrar en el grupo de los santos patronos tres figuras igualmente emblemáticas de momentos cruciales de este segundo milenio que está por concluir... Tres grandes santas, tres mujeres que, en diversas épocas –dos en el Medioevo y una en nuestro siglo– se han destacado por el amor generoso a la Iglesia de Cristo y el testimonio dado de su cruz". El Papa las coloca muy alto, en el punto de mira de todos los cristianos, para "la invocación más intensa y la referencia más asidua y atenta a sus palabras y ejemplos". He aquí el resumen de estas tres vidas estelares presentado por el Papa en su carta apostólica:

SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, LA PEREGRINA

Brígida nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como una seglar felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar una familia cristiana.

Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea venerada como santa.

Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.

Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.

En realidad, más aún que con este devoto peregrinar, Brígida se hizo partícipe de la construcción de la comunidad eclesial con el sentido profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, en un momento ciertamente crítico de su historia. En efecto, la íntima unión con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo. En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco del de los antiguos profetas. Habla con seguridad a príncipes y pontífices, desvelando los designios de Dios sobre los acontecimientos históricos. No escatima severas amonestaciones también en lo referente a la reforma moral del pueblo cristiano y del clero mismo (cf. Revelationes, IV, 49; también IV, 5). Algunos aspectos de su extraordinaria producción mística suscitaron en aquel tiempo dudas razonables, sobre las que se realizó un discernimiento eclesial, remitiéndose a la única revelación pública, que tiene su plenitud en Cristo y su expresión normativa en la sagrada Escritura. En efecto, tampoco las experiencias de los grandes santos están exentas de los límites inherentes a la recepción humana de la voz de Dios.

No hay duda, sin embargo, de que al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, aunque no se pronuncia sobre cada una de las revelaciones que tuvo, ha acogido la autenticidad global de su experiencia interior. Aparece así como un testimonio significativo del lugar que puede tener en la Iglesia el carisma vivido en plena docilidad al Espíritu de Dios y en total conformidad con las exigencias de la comunión eclesial. Por eso, al haberse separado de la comunión plena con la sede de Roma las tierras escandinavas, patria de Brígida, durante las tristes vicisitudes del siglo XVI, la figura de la santa sueca representa un precioso "vínculo" ecuménico, reforzado también por el compromiso en este sentido llevado a cabo por su orden.

SANTA CATALINA DE SIENA, "MI VIDA POR LA IGLESIA"

Poco posterior es la otra gran figura de mujer, santa Catalina de Siena, cuyo papel en el desarrollo de la historia de la Iglesia y en la profundización doctrinal misma del mensaje revelado ha obtenido significativos reconocimientos, que han llegado hasta la atribución del título de doctora de la Iglesia.

Nacida en Siena en 1347, fue favorecida desde la primera infancia por gracias extraordinarias que le permitieron recorrer, sobre la senda espiritual trazada por santo Domingo, un rápido camino de perfección entre oración, austeridad y obras de caridad. Tenía veinte años cuando Cristo le manifestó su predilección a través del símbolo místico del anillo nupcial. Era la culminación de una intimidad madurada en lo escondido y en la contemplación, gracias a su constante permanencia, incluso fuera de las paredes del monasterio, en aquella morada espiritual que ella gustaba llamar la "celda interior". El silencio de esta celda, haciéndola docilísima a las inspiraciones divinas, pudo compaginarse bien pronto con una actividad apostólica extraordinaria. Muchos, incluso clérigos, se reunieron en torno a ella como discípulos, reconociéndole el don de una maternidad espiritual. Sus cartas se propagaron por Italia y hasta por Europa entera. En efecto, la joven sienesa entró con paso seguro y palabras ardientes en el corazón de los problemas eclesiales y sociales de su época.

Catalina fue incansable en el empeño que puso en la solución de muchos conflictos que aceraban la sociedad de su tiempo. Su obra pacificadora llegó a soberanos europeos como Carlos V de Francia, Carlos de Durazzo, Isabel de Hungría, Luis el Grande de Hungría y de Polonia, y Juana de Nápoles. Fue significativa su actividad para reconciliar Florencia con el Papa. Señalando a los contendientes a "Cristo crucificado y a María dulce", hacía ver que, para una sociedad inspirada en los valores cristianos, nunca podía darse un motivo de contienda tan grave que indujera a recurrir a la razón de las armas en vez de a las armas del corazón.

Catalina, no obstante, sabía bien que no se podía llegar con eficacia a esta conclusión si antes no se forjaban los ánimos con el vigor del Evangelio. De aquí la urgencia de la reforma de las costumbres que ella proponía sin excepción. A los reyes les recordaba que no podían gobernar como si el reino fuese una "propiedad" suya, sino que, conscientes de tener que rendir cuentas a Dios de la gestión del poder, debían más bien asumir la tarea de mantener en él "la santa y verdadera justicia", haciéndose "padres de los pobres" (cf. Carta n. 235 al rey de Francia). En efecto, el ejercicio de la soberanía no podía disociarse del de la caridad, que es a la vez alma de la vida personal y de la responsabilidad política (cf. Carta n. 357 al rey de Hungría).

Con esta misma fuerza se dirigía a los eclesiásticos de todos los rangos para pedir la más rigurosa coherencia en su vida y en su ministerio pastoral. Impresiona el tono libre, vigoroso y tajante con el que amonestaba a sacerdotes, obispos y cardenales. Era preciso –decía– arrancar del jardín de la Iglesia las plantas podridas sustituyéndolas con "plantas nuevas", frescas y fragantes. La santa sienesa, apoyándose en su intimidad con Cristo, no tenía reparo en señalar con franqueza incluso al Pontífice mismo, al cual amaba tiernamente como "dulce Cristo en la tierra", la voluntad de Dios, que le imponía librarse de los titubeos por la prudencia terrena y por los intereses mundanos para regresar de Aviñón a Roma.

Con igual ardor, Catalina se esforzó después en evitar las divisiones que se produjeron en la elección papal que sucedió a la muerte de Gregorio XI. También en aquel episodio recurrió, una vez más, a las razones irrenunciables de la comunión. Éste era el valor ideal supremo que había inspirado toda su vida, desviviéndose sin reserva en favor de la Iglesia. Lo dirá ella misma a sus hijos espirituales en el lecho de muerte: "Tened por cierto, queridísimos, que he dado la vida por la santa Iglesia" (Beato Ramón de Capua, Vida de santa Catalina de Siena, Lib. III, c. IV).

SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ: VIVIÓ HASTA EL FONDO EL MISTERIO DE LA CRUZ

Con Edith Stein –santa Teresa Benedicta de la Cruz– nos encontramos en un ambiente sociocultural completamente distinto. Ella nos introduce en el corazón de nuestro siglo convulso, señalando las esperanzas que ha despertado, pero también las contradicciones y los fracasos que lo han caracterizado. Edith no proviene, como Brígida y Catalina, de una familia cristiana. En ella, todo expresa el tormento de la búsqueda y la fatiga de la "peregrinación" existencial. Aun después de haber alcanzado la verdad en la paz de la vida contemplativa, debió vivir hasta el fondo el misterio de la cruz.

Nació en 1891, en una familia judía de Breslau, por entonces territorio alemán. El interés desarrollado por la filosofía y el abandono de la práctica religiosa en la que, no obstante, había sido iniciada por su madre, más que un camino de santidad hacían presagiar una vida bajo el signo del puro "racionalismo". Pero la gracia la esperaba precisamente en las sinuosidades del pensamiento filosófico: orientada en la línea de la corriente fenomenológica, supo tomar de ella la exigencia de una realidad objetiva que, lejos de reducirse al sujeto, lo precede y establece el grado de conocimiento, debiendo ser examinada con un riguroso esfuerzo de objetividad. Es preciso ponerse a la escucha de la realidad, captándola sobre todo en el ser humano por esa capacidad de "empatía" –palabra que tanto le gustaba– que permite en cierta medida hacer propia la experiencia del otro (cf. E. Stein, El problema de la empatía).

En esta tensión de la escucha fue donde ella se encontró, por un lado, con los testimonios de la experiencia espiritual cristiana ofrecidos por santa Teresa de Jesús y otros grandes místicos, de los cuales se convirtió en discípula e imitadora, y por otro, con la antigua tradición del pensamiento cristiano consolidada en el tomismo. Por este camino llegó primero al bautismo y después a la opción por la vida contemplativa en la orden carmelita. Todo se desarrolló en el marco de un itinerario existencial más bien convulso, marcado, además de por la búsqueda interior, por el compromiso de estudio y de enseñanza que desempeñó con admirable dedicación. Para su tiempo, es particularmente apreciable su militancia en favor de la promoción social de la mujer, y resultan verdaderamente penetrantes las páginas en las que ha explorado la riqueza de la femineidad y la misión de la mujer desde el punto de vista humano y religioso (cf. E. Stein, La mujer. Su misión según la naturaleza y gracia).

El encuentro con el cristianismo no la llevó a renegar de sus raíces judías, sino que más bien se las hizo redescubrir en plenitud. No obstante, esto no la libró de la incomprensión por parte de sus familiares. El desacuerdo de su madre, sobre todo, le causó un dolor indecible. En realidad, todo su camino de perfección cristiana se desarrolló bajo el signo no sólo de la solidaridad humana con su pueblo de origen, sino también de una auténtica participación espiritual en la vocación de los hijos de Abraham, marcados por el misterio de la llamada y de los "dones irrevocables" de Dios (cf. Rm 11,29).

En particular, Edith hizo suyo el sufrimiento del pueblo judío a medida que éste se agudizó en la feroz persecución nazi, que sigue siendo, junto a otras graves expresiones del totalitarismo, una de las manchas más negras y vergonzosas de la Europa de nuestro siglo. Sintió entonces que en el exterminio sistemático de los judíos se cargaba la cruz de Cristo sobre su pueblo, y vivió como una participación personal en ella su deportación y ejecución en el tristemente famoso campo de Auschwitz-Birkenau. Su grito se funde con el de todas las víctimas de aquella inmensa tragedia, pero unido al grito de Cristo, que asegura al sufrimiento humano una misteriosa y perenne fecundidad. Su imagen de santidad queda para siempre vinculada al drama de su muerte violenta, junto a la de tantos otros que la padecieron con ella. Y permanece como anuncio del evangelio de la cruz, con el que quiso identificarse en su mismo nombre de religiosa.

Contemplamos hoy a Teresa Benedicta de la Cruz, reconociendo en su testimonio de víctima inocente, por una parte, la imitación del Cordero inmolado y la protesta contra todas las violaciones de los derechos fundamentales de la persona y, por otra, una señal de ese renovado encuentro entre judíos y cristianos que, en la línea deseada por el concilio Vaticano II, está conociendo una prometedora fase de apertura recíproca. Declarar hoy a Edith Stein copatrona de Europa significa poner en el horizonte del viejo continente una bandera de respeto, de tolerancia y de acogida que invita a hombres y mueres a comprenderse y a aceptarse, más allá de las diversidades étnicas, culturales y religiosas, para formar una sociedad verdaderamente fraterna.

Que ellas presenten ante el trono de Dios el clamor del Papa, al que todos debemos unirnos: "Crezca Europa. Crezca como Europa del espíritu, en la línea de su mejor historia, que precisamente tiene su más alta expresión en la santidad".


Revista 649