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ME CURÉ MILAGROSAMENTE CON EL AGUA DE LA GRUTA DE MASSABIELLE, LOURDES

UN BESO DE LA VIRGEN

 


 

 

 

 

 

ME CURÉ MILAGROSAMENTE
CON EL AGUA DE LA GRUTA DE MASSABIELLE, LOURDES

Ha dicho el Papa Juan Pablo II recordando su peregrinación a Lourdes en l983: "Donde está la Virgen presente, allí abunda la gracia y allí se registra la curación del hombre: curación en el cuerpo y en el espíritu".
De estas palabras del Papa nos da testimonio ERNEST JUNQUÉ TORT, al que devolvió la vida la Virgen María en sus tiernos años. Reproducimos sus palabras trasmitidas en una conversación con nuestro Consiliario.

 

Era el mes de julio de l963, cuando contaba yo solamente siete meses. De repente se me presentaron los terribles síntomas de una enfermedad que parecía desconocida. Luego se diagnosticaría como leucemia. ¡Dios mío, leucemia a mis siete meses! Entre tanto la medicación nada conseguía en mi pequeño y débil cuerpo. El mal avanzaba. Cada vez estaba peor. Finalmente al comprobar que los tratamientos médicos nada conseguían para detener el avance del mal, el Dr. Pedrerol, muy buen médico pediatra de Vilafranca, que llevaba mi caso, les dijo a mis padres que hicieran el esfuerzo de llevarme a Barcelona, para que las eminencias del Hospital Clínico de aquella ciudad tal vez encontraran una solución a mi enfermedad y recobrara la salud.

Trasladado urgentemente al Clínico de Barcelona, comenzaron los doctores de aquel centro una larga serie de pruebas para dictar seguros qué enfermedad tenía y el proceso necesario para mi curación. Los resultados fueron fatales. No había posibilidad alguna de curación. Efectivamente la leucemia me consumía. Cada día que pasaba en el Hospital Clínico se arruinaba más mi pequeño organismo de siete meses. Mis padres,

que eran y son unos modestos agricultores –mi padre pastor, que conoce todos los caminos de la montaña y aun del llano de Tarragona– y que nunca se habían visto en un problema semejante pasaron unos días de angustia. ¡Cuánto debo a la bondad de mis padres y a su sacrificio! El caso es que tenían que vivir en Barcelona a mi lado, y entrar en unos gastos muy superiores a lo que ellos podían. Ahora comprendo lo que son los padres con los hijos antes de que tengamos conocimiento. Siguieron las pruebas y al final le dijeron claramente a mi padre, que no había remedio humano y que necesariamente moriría en pocas horas. Parecía un pequeño cadáver como esos que se ven hoy de los pobres países donde se mueren niños de pura hambre. Mi pobre cuerpo –me dicen mis padres– tenía solamente un hilo de vida. Los médicos aconsejaron a mis padres que ya no se movieran de Barcelona y que si querían llevarme a enterrar a mi pueblo, que podrían hacerlo a las pocas horas. Viajar en este estado era obligarme a morir en el viaje de regreso. Yo, Ernesto, me moría sin remisión a mis siete meses de vida.

El tiempo urgía. Trasladar mi cuerpo muerto desde Barcelona les hubiera costado días, dinero y una larga tramitación de gestiones, pues no es fácil trasladar un cadáver sin muchas cosas previas. Por eso mis padres decidieron que les entregaran a su hijito y en apariencias aún con vida llevarme a enterrar en el sencillo cementerio de mi pueblo. Aunque los doctores del Clínico desaconsejaban el traslado en tales condiciones, gracias a la influencia de un gran sacerdote, mosén.José Bachs Cortina, que era amigo de mi padre y era uno de los fundadores de Asociación Sacerdotal de San Antonio María Claret, se consiguió que entregaran mi cuerpecito a mis padres. Un colaborador de los ministerios de caridad de mosén Bachs, el taxista Marcelino, que luego había de emparentar con mi familia, me tomó en su taxi. Su madre me llevaba en brazos en la parte trasera del coche. Mis padres iban en otro vehículo. Así comenzó el viaje de Barcelona a nuestro pueblo. Pero aquella santa mujer que me llevaba en sus brazos llevaba con ella un tesoro. Una botellita con agua de Lourdes. Pese a darme ya por muerto, invocó a la Virgen Santísima y dejó caer una gotas del agua de la Virgen en mis labios sin vida. Con sorpresa comprobó que entraba el agua en mi garganta. Prosiguió entonces en darme más veces traguitos de agua y empecé a respirar con suavidad y a volver a mí la vida que parecía había huido ya. Cuando llegamos a mi casa el panorama había cambiado completamente. Yo, Ernesto vivía y dentro de mi debilidad vivía sin tratamiento alguno. Nadie podía creerlo. La sorpresa del bueno del Dr. Pedrerol no es para descrita. A pesar de todo y de apreciar mi mejora, como buen médico le pareció muy prudente seguir poniendo los medios humanos, pues el Señor quiere que colaboremos con sus gracias poniendo todos los medios a nuestro alcance. Se me fueron haciendo pequeñas trasfusiones de sangre de mi padre que era el único que podía hacérmela. Pero yo ya lo recibía todo, sin reacciones extrañas porque asimilaba lo que se me administraba, porque en realidad estaba ya curado de mi enfermedad por la Virgen María. Así año tras año, me revisaban los doctores y no encontraron ya residuos de mi antigua leucemia. A mis diez años me examinaron de nuevo muy a fondo y se vio que era un muchacho completamente normal, fuerte, lleno de salud. Fui con mis padres a Lourdes para dar gracias a la Virgen. ¡Qué emoción! Llevo a Lourdes en mi pecho. Siempre que puedo voy allá con mi mujer y mi hija, o solo con los enfermos y para ayudar a los necesitados de consuelo. El pequeño arbolado de nuestra finca familiar está presidido por la imagen de la Inmaculada como en Lourdes. Me siento consagrado a Ella.

Hoy han pasado 36 años de aquel terrible día en el que mis padres escucharon en el Hospital Clínico de Barcelona, que tenía leucemia y que no había curación para mí en la ciencia médica. Vivo en la actualidad feliz con mi esposa Dolores, con mi hija Jesica y con mis padres. A todos los amo de todo corazón. Amo la revista AVE MARIA que me habla de la Virgen. Sigo siendo lo que mi familia ha sido. Un trabajador de bien y honrado. Pero hay algo grande en mi vida. La Virgen me ha curado. A Ella le debo mi vida. Quiero que mi vida y la de los míos sean para Ella también.

Ernest Junqué Tort
La Bisbal del Penedès, Tarragona

UN BESO DE LA VIRGEN

Mi hija María Roser, estudiaba en un colegio de Girona Gestión Administrativa. Iban a realizar un viaje de estudios a Pamplona para visitar varias empresas y conocer temas de su especialidad. Se hospedarían en un hotel. A media tarde concluían sus obligaciones y les dejaban tiempo libre hasta la una de la madrugada. El viaje era obligatorio y María Roser se vio apurada, pues conoce el ambiente superficial y mundano de sus compañeras. Salir tarde y noche en Pamplona a las discotecas, cines, conocer gente en bares... Tenía la solución de quedarse sola en el hotel, pero eso no se lo permitían los profesores que opinaban que debía hacer lo mismo que las demás, sin distinción alguna por el motivo que fuera. Esto era en enero. Antes del viaje me dijo un día María Roser: "Mamá, voy a pedirle a Jesús que no me deje ir a Navarra".
A los pocos días, el martes 25 de enero, sin haberse hecho daño alguno, empezó a dolerle el pie izquierdo. El jueves, 27, se le puso tan hinchado, amoratado y frío que le era totalmente imposible apoyarlo en el suelo por el intenso dolor que le producía. La llevé al médico que, sin saber muy bien qué tenía, le recetó un antiinflamatorio. El domingo, 30, le vi el pie muy mal. Siguiendo el consejo de mi cuñada María José Brustenga, que es enfermera, la llevé a urgencias al Hospital de Santa Catalina, de Girona. Allí le hicieron radiografías y vieron que no había nada roto. Me dijeron que por la edad -mi hija tiene 16 años- descartaban cualquier problema circulatorio, así que tenía que ser un esguince muscular. Le colocaron un vendaje compresivo desde la rodilla hasta la punta del pie, le recetaron tres pastillas de Voltarén al día y a las ocho días debía ir al médico del pueblo para que le quitase el vendaje. A partir de ese día empezó a llevar muletas porque no podía ni apoyar el pie.
El lunes 7 de febrero fuimos a la consulta. El médico miró el pie y dijo: "Este pie aún sigue muy mal y como el vendaje está bien puesto es mejor que no lo quite". Ocho días más... A mi deseo de que la viera un buen traumatólogo respondió: "No es mala idea, pero a lo mejor te darán hora para dentro de un mes".
Al volver a casa llamé a María José para explicarle la situación. Gracias a ella, el martes 15 de febrero, pudo visitarla un buen traumatólogo, el doctor Peris. Hacía varios días que la pobre María Roser tenía el pie convertido en un trozo de hielo, había perdido por completo el tacto y tenía un color amoratado tan intenso que daba impresión verlo. El doctor quedó asombrado de lo que estaba viendo; cogió las tijeras, le quitó el vendaje, le observó detenidamente el pie y le hizo más radiografías. Entonces me dijo que no era un problema de traumatología sino de circulación y que el pie estaba muy mal. Me hizo un informe para que al día siguiente lo llevara a urgencias al otro hospital de Girona, Josep Trueta.
Llegamos al hospital a las 9 de la mañana. Hicieron entrar a María Roser. Yo me tuve que quedar en la sala de espera y, después de pasar seis interminables horas, me llamaron porque un médico quería hablar conmigo. El susto que me llevé fue mortal cuando me dijo que la habían visitado cinco médicos especialistas y que ninguno de ellos supo dar explicación alguna de lo que podía tener. Me dijo que la tenían que ingresar y luego llevarla a Barcelona para hacerle todo tipo de pruebas y averiguar qué tenía.
El primer médico que la visitó en el Clínico de Barcelona fue el doctor Barriuso. Realizada la visita, le dijo a mi cuñada: "¿Cómo es posible que se haya llegado a esto?". Tenía los dedos del pie llenos de células gangrenadas y corría el grave peligro de tener que amputarle el pie.
En los quince días que estuvo ingresada María Roser, le hicieron muchos análisis y pruebas diferentes para hallar la posible causa de su mal. El diagnóstico final fue esquemia arterial distal aguda, pero no llegaron a saber cómo se había originado. La sangre se le coagulaba al llegar al pie y no podía volver al corazón y, además, los análisis descubrieron que las pastillas de Voltarén le habían producido hepatitis. Empezaron un nuevo tratamiento con anticoagulantes inyectables junto con otros dos medicamentos. Viendo que el aspecto del pie no empeoraba la dieron de alta, aunque tenía que seguir el tratamiento de Sintrom, con el consiguiente riguroso control.
Cuando mi hija salió el hospital ni siquiera podía estar de pie. Así pasó prácticamente los meses de marzo y abril entre la cama y el sofá; solamente se levantaba para acudir a los análisis y a la visita del médico. El control del Sintrom se realizaba en Girona y la visita médica en Barcelona. El equipo de médicos del Clínico que controlaban la evolución de mi hija veía que, con el paso de los meses, María Roser no mejoraba como ellos esperaban.
El mes de mayo empeoró de nuevo. Le médicos determinaron volverla a ingresar para hacerle una arteriografía. Esta prueba consiste en inyectar en la sangre, a través de un catéter, unos líquidos radiopacos con los cuales se puede ver el sistema vascular y, así, detectar posibles obstrucciones arteriales. Estuvo otros quince días y sólo vieron que la arteria principal de la pierna izquierda es un poco más estrecha de lo normal, pero no vieron en eso el origen del mal. Así que, como no podían hacer nada más, le dieron el alta otra vez. El médico me dijo: "No sabemos ni la causa que le ha producido esto, ni cuánto tiempo durará, ni cuándo podrá volver a andar; sólo nos queda confiar en Dios".
Cuando María Roser salió del hospital, a mediados de junio, no podía sostenerse con ninguna de las dos piernas, debido a la prueba que le acababan de hacer. Los primeros días de estar en casa los pasó muy mal, pero luego, poco a poco, empezó a mejorar. Una prueba de esto fue el verse capaz de ir al Tibidabo el día de san Juan, para participar en la Santa Misa en la que los jóvenes de la Asociación de la Inmaculada y san Luis Gonzaga emiten su promesa. Y allí se presentó apoyada en sus muletas.
A mediados de julio, María Roser tuvo otra de tantas visitas médicas. Yo le comenté a la doctora que María Roser quería ir a unos campamentos con sus hermanos y que, además, le hacía mucha ilusión ir los tres últimos días del campamento a Lourdes con todo el grupo. Ella no lo vio muy prudente y quiso saber si entre los monitores había alguna enfermera o medico enterado de su caso. Le dije que sí y entonces ella aceptó con la condición de que tuviera mucho cuidado. Sabiendo esto, le dio hora de visita para el viernes de la misma semana que regresaba de Lourdes.
Durante todo este tiempo mi hija fue constante en sus estudios y, gracias a Dios, consiguió sacarse el curso bastante bien, aunque los exámenes los hizo en julio. El campamento de la Unión Seglar de san Antonio María Claret había empezado el día 17, pero María Roser se incorporó el miércoles 26, después del último examen. Ese día tenía la cara muy pálida debido al viaje y se encontraba bastante mal. La verdad es que la dejé con mucho reparo.
Los acampados se desplazaron a Lourdes. La gran caridad que reinaba entre ellos hizo que se turnaran llevando a mi hija en un sillón de ruedas. El día 30 de julio se bañó en la piscina de los enfermos, y lo que quiero recalcar es que María Roser me dijo que no pidió su curación porque ella pidió a Dios solamente que le facilitara no ir a Pamplona.
Después de bañarse, todo siguió normal. Continuaba en su silla de ruedas o andando con las muletas con el mismo dolor. Regresó a casa el 31 de julio por la noche. El martes siguió con su dolor del pie y sus muletas. El miércoles 2 de agosto por la tarde, al levantarse del sofá para coger las muletas y salir para rezar el Rosario en familia, se dio cuenta de que el pie ya no le dolía y que podía apoyarlo en el suelo, ¡incluso podía andar!... Su gozo fue tanto que empezó a correr y a saltar por toda la casa diciendo: "Mamá, mira, ya puedo andar y correr, ya no me duele el pie. ¡La Virgen me ha curado!".
Mi asombro fue tal que no daba crédito a lo que estaba viendo: mi hija estaba andando. Quiero decir que cuando me enteré de que el campamento iba a Lourdes vi en ello la única esperanza de curación para mi hija.
El viernes 5 de agosto fuimos al Clínico de Barcelona. La doctora, al verla entrar en la consulta por su propio pie, quedó atónita: "¡Roser, ¿qué has hecho?! ¡¿Cómo es posible que estés andando?! ¡Qué contenta estoy, no me lo puedo creer!". Al decirle que se había bañado en las piscinas de Lourdes, ella me contestó: "Que cada uno crea lo que quiera".
No sé si se puede llamar milagro a lo que le ha ocurrido a mi hija, porque ha sido una curación instantánea. Pero sí que lo considero una gracia muy grande del cielo, un dulce beso que la Virgen ha querido dar a María Roser, mi hija, por su amor a la pureza.
No quiero terminar este relato sin agradecer, de todo corazón, a todas las personas que han rezado por nosotros y que nos han ayudado durante todos estos meses de dolor y sufrimiento.

María Mercedes Vilaseca Morera
Girona