por Rafael María Stern
La basílica de Belén es un milagro de supervivencia: sentenciada dos veces
a ser arrasada, desvalijada en numerosas circunstancias históricas, objeto de
pillaje por hordas invasoras, este primer templo cristiano proclama la mano
protectora de Dios.
¿Cuál es el tesoro que guarda la basílica de la Natividad? Humanamente
hablando, una cosa despreciable: una humilde gruta donde se refugiaban los
animales. Sin embargo la gruta de Belén proclama una historia divina. Jesús
nació en esta humilde gruta para que el justo se justifique más y para que el
pecador encuentre la alegría del retorno.
El nacimiento de Jesús está reservado a los pastores del campo de Belén,
únicos en oír el alborozo angélico. Los pastores de Belén dan su propio
testimonio "de cuanto vieron y oyeron" en la noche sagrada y, sin
embargo, nada de esto había llegado a oídos de los grandes de Jerusalén.
Él es el gran presente de la historia. A Él se encaminaban buscando un remate
los siglos que le precedieron, y de Él parten, con nueva esperanza, los siglos
de la Era cristiana. Aquel niño de la oscura noche betlehemita, era el eje de
nuestra existencia.
Belén no vuelve a aparecer en los relatos del Nuevo Testamento. Se diría que
vuelve a hundirse en su propia oscuridad. Hasta que los creyentes tornen a ella
sus ojos, a venerar la cuna de Jesús. Ningún misterio de la vida de Jesús ha
ilusionado tanto a los hombres como el de su nacimiento en la pobreza de Belén.
Se me ocurrió visitar y medir una de estas grutas. Era amplia y servía para
encerrar el ganado. Se veía paja extendida por el suelo junto a unos pesebres,
tallados en la roca. Así podría ser la gruta de la Natividad en su aspecto
original. Servía como las que existen actualmente para cobijar el ganado
durante ciertos períodos del año.
La gruta que se venera bajo la basílica de Belén no concuerda en nada con la
que acabamos de describir. La adaptación al culto la ha transformado por
completo. Sus altares actuales, lámparas, cortinajes, revestimiento de mármol,
cuadros, candeleros... la hacen irreconocible, pero no pierde por eso su poder
de sugestión ni su santidad.
Situada bajo el presbiterio de la basílica, a tres metros de desnivel, se baja
a ella por una escalinata. San Jerónimo, conocedor de la historia de Belén
porque vivió durante 33 años junto a la santa gruta, habla de la profanación
ya en aquella época.
La profanación de la gruta de Belén, como la del Santo Sepulcro de Jerusalén,
son un reflejo y al mismo tiempo un símbolo de las condiciones adversas por las
que atravesaba el cristianismo en la Tierra Santa desde su nacimiento hasta la
paz de Constantino, durante sus tres primeros siglos. Se le oponen fuerzas de
género diverso: las persecuciones promovidas por las autoridades civiles y los
ataques de filósofos paganos que ridiculizaban tanto las creencias como los
ritos religiosos de la joven Iglesia. Las persecuciones ordenadas por los
emperadores de Roma desde Nerón hasta Diocleciano, tuvieron un eco sangriento.
Recordamos los hechos más notorios: la pequeña comunidad judío-cristiana tuvo
que huir a Pella, localidad situada en el valle del Jordán. El emperador
Vespasiano, y sobre todo Domiciliano, temiendo sublevaciones en Tierra Santa,
ordenaron la detención de todos los descendientes de la familia de David.
Fueron presentados a los tribunales diversos parientes de Cristo, sencillos
labradores residentes en Nazaret y otras ciudades de Galilea. La veneración de
que eran objeto por sus compatriotas por pertenecer a la parentela de Cristo,
fue extraordinaria en Simeón, obispo de Jerusalén, que murió crucificado en
el año 107, acusado de ser descendiente de David.
Así se llega hasta Adriano, uno de los períodos más duros de la Iglesia, por
tener que sufrir inocentemente. Adriano romanizó los lugares santos judíos
como el Templo, y los cristianos como el Calvario y el Santo Sepulcro. Quedaron
sepultados bajo bellos monumentos. Sobre el Calvario se elevó un templete a
Zeus y una estatua al vencedor Adriano, y en el Sepulcro un capitolio con las
divinidades protectoras de la ciudad.
Con estos antecedentes se puede comprender mejor el texto de san Jerónimo sobre
la transformación de la gruta de la Natividad de Belén, donde veneraban a
Adonis. Si Adriano intentó con semejante conducta quitarles la fe en la
Resurrección y en la Cruz, no lo consiguió.
San Justino, el príncipe de los apologistas cristianos del siglo II, figura
simpática y compleja, de alma inquieta hasta que encontró la verdad, antes
pagano, habla de la gruta de Belén con el fin de dar un valor concreto al hecho
del nacimiento de Cristo. He aquí sus palabras: "No pudiendo José
alojarse en el pueblo, ocupó una gruta y, mientras estaba allí, María dio a
luz a Cristo y lo reclinó en el pesebre..." Precisa referencia que
constituye el primer testimonio escrito que poseemos de la tradición cristiana
sobre la gruta de la Natividad. Orígenes escribe sobre la gruta Belén, en la
que nació Jesús y en cuyo pesebre fue envuelto en pañales.
Edictos del año 303 proclamados en Nicodemia ordenaban la destrucción de
todas las iglesias y libros sagrados, privación de los derechos civiles a los
cristianos, encarcelamiento de las autoridades eclesiásticas. Mientras los
cristianos de Oriente sufrían persecución, en otras provincias del imperio
romano como las de Francia, Inglaterra y España gozaban de una paz envidiable,
debido al gobierno benigno de Constancio Cloro, casado con una mujer cristiana,
Elena, la madre de Constantino. Fueron estos dos personajes, madre e hijo,
quienes otorgaron la paz definitiva a la Iglesia y, como prueba de esta
reconciliación del imperio con los cristianos, construyeron sobre la gruta de
Belén majestuosas basílicas en testimonio de su fe en Cristo.
La gruta donde nació nuestro Señor, permaneció durante dos largos siglos en
su estado primitivo natural. En nuestros días tampoco faltan quienes
preferirían ver el lugar augusto lo más semejante posible a como se encontraba
en aquella sagrada noche de hace dos mil años. Pero hay que tener en cuenta el
largo tiempo que ha pasado desde entonces, los agentes atmosféricos inevitables
y sobre todo las generaciones y sucesión de fieles cuya piedad todo lo sincera
que se quiera, pero que con métodos pocos recomendables se habían empeñado en
desfigurar cuanto había quedado en pie.
Belén, que en hebreo significa "casa de pan", trae a la mente la
bíblica espigadora Rut y las doradas gavillas de los campos de Boaz, el
bisabuelo betlehemita del rey David, antecesor de Cristo. Belén es pues siempre
casa. Sólo para Jesús no fue morada... "y los suyos no lo
recibieron". ¡Qué amarga será un día aquella expresión suya: "Las
raposas tienen sus guaridas, pero el Hijo del hombre no tiene donde reposar su
cabeza"!
Los trabajos de la basílica de Belén comenzaron en el año 326, pero santa
Elena no pudo verla terminada. Descripciones de peregrinos hacia el año 400
después de Cristo hablan de colgaduras de seda y oro, preciosos vasos sagrados,
numerosas lámparas de las más variadas formas. Todo para hacer resaltar más
los mosaicos y mármoles singulares. Pero la gruta se supone que conservó su
aspecto primitivo de rusticidad.
Las riveras del Mediterráneo entonces no eran fronteras, sino orillas, y los
flujos de hombres y de ideas se sucedían sin reposo y sin dificultades. Así,
damas famosas de la alta sociedad romana buscaron reposo para sus almas sobre el
Monte de los Olivos, y más aún en Belén, junto a la gruta de la Natividad.
También san Jerónimo se afincó junto a aquella santa gruta. Allí tradujo al
latín todas las Sagradas Escrituras.
Si pedís a alguien que os muestre algo del antiguo esplendor del templo
constantiniano, levantará algunas tablas que protegen sólo unos pocos restos
del mosaico del pavimento de la antigua nave central. No es difícil clasificar
estos mosaicos entre los mejores ejemplares existentes en toda Tierra Santa,
aunque se trata de pequeños fragmentos.
Aún hoy es un enigma indescifrable conocer los motivos por los que en el siglo
VI esta basílica de Belén desapareció casi sin dejar ninguna huella. El
emperador Justiniano dio la orden de demoler la pequeña iglesia de Belén, y de
construir una iglesia espléndida, grande y hermosa, de manera que ni en
Jerusalén hubiera otra tan bella. Justiniano fue un gran restaurador, y es una
lástima que hoy no podamos verificar todas aquellas maravillas. Despojada la
basílica de la brillantez de los bizantinos y de los cruzados, se nos presenta
hoy deslucida y afeada por pegotes que ha heredado de siglos pasados, fruto en
gran parte de la ruindad de hombres pequeños. Si observamos el interior de la
basílica, por dentro se parece un tanto a Santa María la Mayor en Roma.
Actualmente desde lejos apenas podemos adivinar la basílica. La circundan y la
esconden imponentes construcciones monásticas, residencias de tres comunidades
religiosas muy distintas: franciscanos, ortodoxos y armenios.
Allí nació Jesús, nuestro Redentor. Vivamos estas Navidades con nuestro
espíritu en la basílica de Belén.